Quien hizo que y cuando ?¿ - 7 -


Proteínas y sacrificios humanos (S. XIII) Existe una teoría controvertida, pero no refutada, según la cual la obsesión azteca por los sacrificios humanos se debía a que en su territorio escaseaban las proteínas. En efecto, en el México azteca no había grandes mamíferos con cuya carne alimentar a un ejército como el azteca, que tenía una visión tan mística de la guerra que llegaron a conservar artificialmente dentro de sus fronteras a enemigos independientes -los tlascaltecas- con los que podían acabar con facilidad para tener a alguien contra quien luchar cuando no tenían guerras fronterizas. Los sacrificios humanos, según los defensores de esta teoría, permitían a la clase militar y sacerdotal azteca mantenerse en forma física y mentalmente, mientras la masa malvivía de verduras y de los pequeños mamíferos que cazaban.

Este recurso, quizás la única vez que toda una clase dirigente se mantuvo en forma a base de carne humana durante generaciones, permitió a los aztecas aterrorizar a sus vecinos y crear unos edificios que admiraron a los españoles, quienes los demolieron, dejando apenas algún ejemplo de tanta maravilla arquitectónica. Esta batalla sistemática por las proteínas no es más que la simple lucha por la vida elevada a sistema religioso. Comer carne humana -no había otra- acabó convirtiéndose en un gusto para los indios, pues, en los comienzos de la vida colonial en México, las autoridades españolas detenían constantemente a indígenas acusados de un canibalismo que ya no les era necesario.
 

El primer mensaje telefónico: un S.O.S (1876) El primer mensaje telefónico fue una petición de socorro, y esto es, sin duda, profundamente simbólico de la condición humana, pues la voz del hombre suena casi siempre para pedir, reclamar o quejarse. Un análisis exhaustivo que se hizo hace una década en Estados Unidos descubrió que el arte de hablar es el arte de quejarse o pedir auxilio. Pero, a lo que íbamos. Cuando Alexander Graham Bell patentó el teléfono, creía que con su invento se podían transmitir sonidos entre lugares distantes, pero no estrictamente palabras. Tres días después de sacar la patente, se le derramó ácido por la ropa mientras trabajaba en su laboratorio, y, entonces, asustado, pidió ayuda a gritos a su ayudante por su prototeléfono, convirtiéndose así, de paso, en el primer usuario de su propio invento:

-"¡Señor Watson, señor Watson, venga inmediatamente, le necesito!", gritaba Bell.

El ayudante captó el sentido de las palabras, y también el tono de angustia. Bell era de origen escocés y profesor de fisiología bucal de la Universidad de Boston. Su mayor interés era la transmisión de la palabra a través de cables, y precisamente estaba tratando de mejorar el telégrafo cuando descubrió que las vibraciones sonoras cogidas en una membrana semejante a un tambor se podían transformar en ondas electromagnéticas. Tal fue el origen del teléfono.

 

La gravedad y el sentido común (1689) Hasta Isaac Newton el infinito había sido el dominio privado de Dios, que no se podía ni soñar con tocar. Cuando Galileo apuntó su telescopio al infinito, la iglesia romana se le echó encima con tal contundencia que su insolencia estuvo a punto de costarle la vida. Newton es, que yo sepa, el primero que se enfrenta con el infinito de manera creativa: "Me da la impresión -dijo, al final de su vida- de que no he sido más que un niño, jugando en la orilla y divirtiéndose, y hallando de vez en cuando un guijarro más bonito que los otros, mientras el vasto océano de la verdad seguía elevándose delante de él, aún por descubrir".

Su sed de respuestas y su profunda religiosidad le indujeron a hacerse constantes preguntas sobre el funcionamiento de lo que él llamaba "el universo de Dios". Apoyándose en Galileo, Kepler y otros, Newton remató el proceso de transformación radical de la física, que pondría fin a la interpretación de la ciencia por intermedio de la Biblia y sobre la base exclusiva del principio de autoridad. En la larga lucha entre el magister dixit y el sentido común, acabó ganando, gracias, en buena parte, a Newton, el sentido común.

"Todo el mundo veía caer manzanas", comentó Stephen Hawkins a este propósito, "pero sólo Newton dedujo de ello el principio de la gravitación universal". 

El botón revolucionario (S. XIV) Su llegada creó, en cierto modo, la moda europea. Hasta entonces había habido moda, pero en su aspecto más elemental: variantes sobre un modelo único. Las prendas eran de confección, y había tres tallas, y todo se reducía a túnicas, capas, camisones, jubones, calzas y calzones.

Los cruzados volvieron de Siria con muchos objetos nuevos, entre los que descuellan el rosario y el botón. Éste irrumpió como un rayo, porque, por primera vez en la historia de nuestro continente, permitió hacer ropa a la medida, es decir, ajustando las prendas a la forma del cuerpo. La iglesia romana se opuso al principio a la revolución del botón porque permitía ceñir los cuerpos femeninos de manera provocativa, pero acabó cediendo. Y el botón, muy en uso entre árabes, turcos y mongoles, hizo gran fortuna en Europa, revolucionando el concepto europeo de la elegancia y sustituyendo lorigas y cotas de malla por elegantes guerreras ceñidas para que los oficiales pudiesen lucir el talle en los bailes de capitanía. La burguesía naciente empezó a competir en elegancia con la nobleza medieval, más conservadora, y el botón se convirtió casi en un símbolo de la revolución burguesa que culminó en la revolución francesa, burguesa hasta el blanco de las uñas, y no proletaria. Y todo, créanlo o no, gracias al botón.



Las exploraciones (S. XIV) Marco Polo fue el primer explorador inteligente de quien tenemos cumplida noticia; anteriores sí que los hubo, pero no han dejado rastro documental o no tan completo. Marco Polo volvió a Venecia después de su largo viaje con muestras o recuerdos detallados de todo cuanto le chocó en el imperio del Gran Kan: espaguetis, bloques de madera de imprimir, billetes de banco y muchísimas cosas más, pero, sobre todo, datos geográficos y sociológicos que resultaron ser de suma importancia para futuros viajeros y exploradores. Era entonces la época clave de la preparación para la expansión europea por África y Asia. Marco Polo (que vivió entre 1254 y 1322 y pasó 20 años en China y Tartaria) fijó el mapa de la costa sur de Asia, y añadió puntos tan importantes como Japón, desconocido hasta entonces. Pero hizo algo más: dio rostro y contornos humanos a gente que la ignorancia medieval había concebido como monstruos. Después de leer Il Milione, el libro en el que Marco Polo describe sus viajes, el hombre medieval curioso pierde el miedo a explorar Asia y a entrar en contacto con los asiáticos, que no echaban lumbre por la boca ni se comían a los niños. Puede decirse que Marco Polo, cuyo libro se hizo enseguida muy popular y fue de los primeros que se imprimieron, preparó los comienzos medievales de la colonización europea de Asia.


 
La letra G El primitivo alfabeto latino no tenía letra G. En su lugar se usaba la C, y sólo los romanos sabían cuándo pronunciarla de una forma o de otra: por ejemplo, el nombre masculino Cayo, que unos pronunciaban Gayo (Calígula) y otros Cayo (Julio César). Un sujeto de quien lo único que se sabe es que se llamaba Carvilio, y que, probablemente, vivía en permanente irritación de oírse llamar Garvilio, salió al paso de tal situación añadiendo a la C una i o j pequeña; así: Ci o Cj. De esta combinación salió nuestra G, que, si se fijan, conserva restos del añadido. La C misma es letra amañada, pues es la K griega sin espina dorsal; así: "<"; no se olvide que el alfabeto latino deriva directamente del griego. De la M dijo alguien que es una reproducción gráfica de las olas del mar, y cierto es que en egipcio antiguo el sonido eme se escribe como una línea ondulada, y está en la palabra paleoegipcia iuma, que significa mar.

Los latinos tenían una letra polémica: la Q, que a Quintiliano, en el siglo I de nuestra era, ya le parecía ociosa, quizás porque a él le tocaba de cerca. Quince siglos después, Elio Antonio de Nebrija se mostraba de acuerdo con Quintiliano por lo que a esa letra se refiere en la lengua castellana. "La Q", dice a este propósito el filólogo Eduardo Benot, "está bien donde está: es uno de tantos lujos como merecidamente tiene nuestra lengua". La verdad es que el castellano tiene de sobra lujos: la ñ, la ll, la rr, y más que saldrían a poco que buscásemos.

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