1532: Francisco pizarro ,La conquista del peru

Apenas fueron conocidas las noticias que obtuviera Balboa acerca de las riquezas de los países situados al sur de Panamá, se organizaron muchas expediciones para intentar la conquista; pero todas fracasaron, ya fuera porque los jefes no estuvieran a la altura de su misión, ya porque los medios empleados no fuesen suficientes. Hay que reconocer también que las localidades exploradas por los primeros aventureros, no respondía en manera alguna a lo que se esperaban encontrar.

En efecto, habíanse aventurado todos en lo que entonces se llamaba Tierra Firme, país eminentemente insalubre, montañoso, cenagoso, cubierto de bosques y cuyos raros habitantes, muy belicosos, habían presentado a los invasores un obstáculo más a los que la naturaleza había puesto con tanta prodigalidad en aquel país; de manera que se había ido enfriando poco a poco el entusiasmo. Y ya no se hablaba sino para burlarse de ellos, de los maravillosos relatos hechos por Balboa.

Sin embargo, existía en Panamá un hombre que conoció la realidad de los rumores que habían corrido acerca de las riquezas de los países bañados por el Pacífico; este hombre era Francisco Pizarro, que había acompañado a Núñez de Balboa al mar del Sur, y que se asoció a otros dos aventureros llamados Diego de Almagro y Fernando Luque.

Antes de entrar en materia  un pequeño resumen de los jefes de esta empresa.

Francisco Pizarro, que nació cerca de Trujillo entre 1471 y ,1478 Fue hijo natural del hidalgo Gonzalo Pizarro Rodríguez de Aguilar, llamado "El Largo", que participó en las campañas de Italia, bajo el mando de Gonzalo Fernández de Córdoba, y de Francisca González y Mateos, campesina y doncella de la tía de Gonzalo, Beatriz Pizarro ,A la edad de 20 años se alistó en los tercios españoles que, a las órdenes de Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, luchaban en las conocidas como campañas de Nápoles contra los franceses. Según López de Gómara habría servido bajo las órdenes de éste, siempre como soldado, en el sur de la Península, Calabria y Sicilia. Regresa a Sevilla, donde permanecerá hasta su marcha a América. En 1502, llegó a América en la expedición de Nicolás de Ovando, el nuevo gobernador de La Española. De sus primeros años en América sabemos muy poco. Probablemente participó en la “pacificación” de La Española.. Sirvió allí con distinción, así como en Cuba, acompañó a Ojeda al Darién, descubrió, como hemos dicho más arriba, el Océano Pacífico con Balboa, y después de la ejecución de éste, ayudó a Pedrarias Dávila, del que había llegado a ser favorito, a conquistar todo el país conocido con el nombre de Castilla de Oro.

Los orígenes de Diego de Almagro permanecen oscuros. Nació en 1475 en la villa manchega de Almagro, en Ciudad Real, lugar del que tomó el apellido por ser hijo ilegítimo de Juan de Montenegro y Elvira Gutiérrez. Para salvar el honor de la madre, sus familiares le quitaron el infante y lo trasladaron a la cercana aldea de Bolaños de Calatrava, siendo criado en esta localidad y en Aldea del Rey, a cargo de Sancha López del Peral. Cuando cumplió los 4 años volvió a Almagro, estando bajo la tutela de un tío suyo llamado Hernán Gutiérrez hasta los 15 años, se fugó de casa. Después se le encontraría en Sevilla como criado de don Luis de Polanco, que era uno de los alcaldes de aquella ciudad. Mientras desempeñaba esta ocupación, Almagro acuchilló a otro criado por ciertas diferencias, dejándolo con heridas tan graves que motivaron que se promoviera un juicio en su contra que Almagro no quiso enfrentar, por lo que huyó de Sevilla y vagó por Andalucía hasta que decidió partir a América.Era Diego de Almagro un hombre de mediana estatura y poco favorecido en apariencia física, ya que fue afectado de acné y viruelas mientras estuvo en España. En América después de varias aventuras logró reunir una pequeña fortuna.

En cuanto a Fernando Luque, era un rico eclesiástico de Tabago, que ejercía las funciones de maestro de escuela en Panamá.

El más joven de aquellos tres aventureros tendría por entonces casi cincuenta años, y cuando fue conocido su proyecto, se hicieron objeto de burlas generales, especialmente Fernando de Luque, a quien sólo llamaban Hernando el loco.

Formada la asociación entre aquellos tres hombres, dos de los cuales eran conocidos por su valor y el tercero por su honradez, Luque dio el dinero necesario para el armamento de los buques y el pago de los soldados; Almagro contribuyó con una parte igual; pero Pizarro, que no poseía más que su espada, tuvo que pagar de otro modo su parte de contribución, y fue, por consiguiente, el que tomó el mando de la primera tentativa, que vamos a referir con algunos detalles que presentan con todo su valor la perseverancia e inflexible obstinación del conquistador.
 «Habiendo pedido y obtenido permiso de Pedro Arias de Avila —cuenta Agustín de Zarate, uno de los historiadores de la conquista de Perú—,”equipó Francisco Pizarro con bastante trabajo un buque, en el cual se embarcó con ciento catorce hombres. A cincuenta leguas de Panamá descubrió una provincia pequeña y pobre, llamada Perú, lo cual hizo dar después sin razón el mismo nombre a todos los países que se fueron descubriendo a lo largo de esta costa, por espacio de más de mil doscientas leguas de longitud. Siguiendo adelante descubrieron los españoles otro país que llamaron Pueblo Quemado, pero los indios les mataron tanta gente, que se vieron obligados a retirarse en desorden al país de Chinchama, que no estaba lejos del sitio de donde habían partido. Entretanto, Almagro, que había quedado en Panamá, equipó un barco en el cual se embarcó con sesenta españoles, y bajó, siguiendo la costa, hasta el río de San Juan, a cien leguas de Panamá. No encontrando a Pizarro, subió hasta Pueblo Quemado, y habiendo reconocido por algunas señales, que los españoles habían estado allí, desembarcó su gente. Pero envalentonados los indios con la victoria que habían obtenido sobre Pizarro, resistieron valientemente, forzaron las trincheras en que Almagro se había parapetado y le obligaron a reembarcarse. Volvióse, pues, siguiendo siempre la costa hasta que llegaron a Chinchama, donde encontró a Francisco Pizarro. Dichosos con volverse a ver, reunieron sus gentes con algunos nuevos soldados que levaron, y viéndose seguidos de doscientos españoles, bajaron de nuevo por la costa
 «Mas de tal modo padecieron con la falta de víveres y los ataques de los indios, que don Diego se volvió a Panamá para reclutar gente y traer provisiones. Trajo, en efecto, ochenta hombres, con los cuales, y con los que le quedaban, llegaron hasta Catamez, país medianamente poblado en el cual encontraron grande abundancia de víveres. Advirtieron que los indios de aquellas tierras, que continuamente les atacaban y les hacían la guerra, tenían el rostro todo atravesado de clavos de oro, encajado en agujeros que se hacían expresamente para llevar estos adornos. Volvió, pues, otra vez a Panamá Diego de Almagro, mientras su compañero esperaba los refuerzos que debía llevarle a la isla de Gallo, donde sufrió mucho por la falta de todo lo preciso para la vida
A su llegada a Panamá, Almagro no pudo conseguir de Los Ríos, sucesor de Avila, que le permitiese hacer nuevos alistamientos, porque, según decía este último, no debía consentir que pereciera inútilmente más gente en una empresa tan temeraria, y hasta envió a la isla de Gallo un barco para que se trajese a Pizarro y sus compañeros.
Pero semejante decisión no podía agradar a Almagro ni a Luque; suponía la pérdida de los gastos realizados y de todas las esperanzas que les habían hecho concebir la vista de los adornos de oro y plata que llevaban los habitantes de Catamez. Enviaron, pues, un confidente a Pizarro, recomendándole que perseverase en su resolución y se negase a obedecer las órdenes del gobernador de Panamá. 

Pero por más que Pizarro hizo muchas y seductoras promesas, el tiempo; pues habian pasado ya mas de dos años y el recuerdo de las pasadas fatigas estaban tan recientes que todos sus compañeros, a excepción de doce, le abandonaron.
Con aquellos hombres intrépidos, cuyos nombres son  Bartolomé Ruiz, Pedro Alcón, Alonso Briceño, Pedro de Candia, Antonio Carrión, Francisco de Cuéllar,  Alonso Molina, Martín Paz, Cristóbal de Peralta, Nicolás de Rivera (el viejo), Domingo de Soraluce , Juan de la Torre y Díaz Chacón, estaba tambien  García de Jeren, uno de los historiadores de la expedición. Se retiró Pizarro a una isla inhabitada menos inmediata de la costa, a la cual dio el nombre de Gorgona.
Allí vivieron miserablemente, de mangles, pescados y caracoles, y esperaron durante cinco meses los socorros que Almagro y Luque debían enviarles.
Por último, vencido Los Ríos por las unánimes protestas de la colonia que se indignó al ver que se dejaba perecer tan miserablemente como malhechores a hombres cuyo único crimen era no haber desesperado de conseguir su empresa, envió a Pizarro un pequeño navio con el encargo de hacerle regresar; y a fin de que Pizarro no cayese en la tentación de servirse de él para emprender de nuevo su expedición, se tuvo cuidado de no embarcar en él ni un solo soldado.
A la vista de los socorros que llegaban, los trece aventureros se olvidaron pronto de sus privaciones, y se ocuparon en infundir sus esperanzas a los marineros que venían a buscarles. Entonces todos juntos, en vez de tomar el rumbo de Panamá, se hicieron a la vela, a pesar de los vientos y de las corrientes del Sudeste, y llegaron, después de haber descubierto la isla de Santa Clara, al puerto de Tumbez, situado más allá del tercer grado de latitud Sur, y allí vieron un templo magnífico perteneciente a los soberanos del país, a los Incas.
El país estaba poblado y muy bien cultivado; pero lo que sobre todo les hizo creer que habían llegado al país maravilloso de que tanto se había hablado, fue la gran abundancia de oro y plata; de tal modo, que estos metales se empleaban no sólo en el aderezo y adorno de los habitantes, sino hasta en los vasos y utensilios comunes.
Pizarro hizo reconocer el interior del país a Pedro de Candía y Alonso de Molina, los cuales le hicieron una descripción entusiasta, y se hizo llevar también algunos vasos de oro y algunas llamas, cuadrúpedos domésticos en el Perú. Por último, tomó a bordo a dos naturales, a los que se proponía enseñar la lengua española y utilizarles como intérpretes cuando volviese al país.
Sucesivamente fue echando el ancla en Payta, en Sogarata y en la bahía de Santa Cruz, cuyo soberano, Capillana, acogió a aquellos extranjeros con tantas demostraciones de amistad, que muchos no quisieron volver a embarcarse.
Después de haber seguido la costa hasta Puerto Santo, Pizarro hizo rumbo a Panamá, a donde llegó al cabo de tres años, que había empleado en exploraciones peligrosas y que habían arruinado completamente a Luque y Almagro.
Antes de emprender la conquista del país que había descubierto, no pudiendo conseguir que Los Ríos le permitiese alistar nuevos aventureros, resolvió Pizarro dirigirse a Carlos V.
Tomó prestada la suma necesaria para ir a dar cuenta al emperador de sus empresas y viajo a España en 1528.

Hízole al emperador una pintura tan seductora del país que iba a conquistar, que obtuvo como recompensa de sus trabajos los títulos de gobernador, capitán general y alguacil mayor del Perú a perpetuidad, para él y sus herederos, y se le concedió al propio tiempo la nobleza, con mil escudos de pensión. Su jurisdicción, independiente de la del gobernador del Panamá, debía extenderse por un espacio de doscientas leguas al sur del río Santiago, siguiendo la costa, que tomaría el nombre de Nueva Castilla, y cuyo gobierno le pertenecería; concesiones, por lo demás, que nada costaban a España, porque era cuidado de él el conquistarlas. Por su parte se comprometió Pizarro a alistar doscientos cincuenta hombres y a proveerse de navios, armas y municiones.
Dirigióse después Pizarro a Trujillo, donde determinó a sus hermanos Fernando, Juan y Gonzalo a seguirle, así como también a su hermanastro Martín de Alcántara.
Aprovechóse de su estancia en el pueblo natal, en Cáceres y en toda Extremadura para tratar de hacer una recluta; pero, a pesar del título de los Caballeros de la Espada dorada que prometió a los que quisieran seguirle a sus órdenes, no se presentaron muchos.
Volvió después a Panamá, donde las cosas no llevaron el giro que él se había prometido. Había conseguido que a Luque se le nombrase obispo protector de los indios; pero para Almagro, cuyos talentos y temible ambición conocía muy bien, no había pedido más que la nobleza y una gratificación de quinientos ducados con el gobierno de una fortaleza que debía construirse en Tumbez.
Poco satisfecho Almagro, que había gastado todo lo que poseía en los viajes preliminares, con la pequeña parte que se le concedía, rehusó intervenir en la nueva expedición y quiso organizar una por su cuenta. Fue precisa toda la destreza de Pizarro, además de la promesa que le hizo de cederle el cargo de adelantado, para calmarle y convencerle en renovar la antigua asociación.
Eran tan limitados en aquel momento los recursos de los tres asociados, que no pudieron reunir más que tres pequeños navios con ciento ochenta soldados, de los cuales treinta y seis eran jinetes, salieron en el mes de febrero de 1531 al mando de Pizarro y de sus cuatro hermanos, mientras Almagro se quedaba en Panamá organizando una expedición de socorros.
Al cabo de trece días de navegación, después de haber sido arrastrado por un huracán cien leguas más abajo del sitio a que se había propuesto llegar, tuvo que desembarcar Pizarro su gente y sus caballos en la bahía de San Mateo y seguir la costa.
Esta marcha fue muy difícil por un país erizado de montafias, poco poblado y cortado por ríos que tenían que atravesar en su desembocadura. Por último, llegaron a un sitio llamado Coaquí, donde hicieron un gran botín, lo cual obligó a Pizarro a enviar dos de sus navios a Panamá y Nicaragua llevando un valor de más de treinta mil castellanos y gran número de esmeraldas; botín riquísimo que, según Pizarro, debía convencer a muchos aventureros a venir a unirse con él.
Continuó después el conquistador su marcha hacia el Sur, hasta llegar a Puerto Viejo, donde se le reunieron Sebastián Benalcázar y Juan Fernández, que llevaban doce jinetes y treinta infantes.
El efecto que la vista de los caballos y la detonación de las armas de fuego producian en los indígenas  hizo que Pizarro llegase sin encontrar gran resistencia hasta la isla de Puna, en el golfo de Guayaquil.
Pero más numerosos y más belicosos los insulares que sus connaturales de tierra firme, resistieron valientemente por espacio de seis meses a los ataques de los españoles, que a pesar de haber recibido de Nicaragua un socorro que les llevó Fernando de Soto, y aun cuando hicieron decapitar al cacique Tomalla y a diez y seis de los principales jefes, no pudieron vencer su resistencia.
Vióse, pues, Pizarro obligado a volver al continente, donde las enfermedades del país molestaron de tal modo a sus compañeros, que tuvo que detenerse tres meses en Tumbez, siendo objeto de los ataques continuos de los indígenas.
Desde Tumbez se dirigió a río Puira, descubrió el puerto de Payta, el mejor de aquella costa, y fundó la colonia de San Miguel, en la desembocadura de Chilo, a fin de que los navios que vinieran de Panamá encontraran un puerto seguro.

En aquel sitio recibió algunos embajadores de Huáscar, el cual le hacía saber que se había sublevado contra él su hermano Atahualpa y le rogaba que fuese a auxiliarle.
En el momento en que los españoles desembarcaron para conquistarle, estaba el Perú bañado por el Pacífico en una extensión de 1.500 millas, y llegaba en el interior hasta muy lejos de la imponente cadena de los Andes.
En la época en que los españoles se presentaron por primera vez en la costa, en 1526, el duodécimo Inca acababa de casarse, despreciando las antiguas leyes del reino, con la hija del rey de Quito, a quien había vencido, y de la que tuvo un hijo llamado Atahualpa, al que dejó este reino a su muerte, en 1529. Su hijo mayor Huáscar, cuya madre era de sangre inca, heredó el resto de los Estados; pero aquella división tan contraria a las costumbres establecidas desde tiempo inmemorial, excitó en Cuzco tal descontento, que Huáscar, animado por sus súbditos, se decidió a marchar contra su hermano, que no quería reconocerle por su señor y dueño. Sin embargo, Atahualpa, que no había hecho más que gustar el poder, no quiso abandonarlo, y atrayéndose con dádivas a la mayor parte de los guerreros que habían acompañado a su padre en la conquista de Quito, salióle al encuentro con su ejército y la suerte favoreció al usurpador.

En el Perú, la lucha encarnizada entre dos hermanos enemigos, impide a los indios volver todas sus fuerzas contra los invasores, a los que fácilmente hubieran podido exterminar.
Pizarro comprendió en el momento todo el partido que podía sacar de las circunstancias al recibir a los enviados de Huáscar, que venían a pedirle ayuda contra su hermano Atahualpa, a quien representaban como un rebelde y un usurpador. Tenía por seguro que tomando la defensa de uno de los competidores, podría más fácilmente oprimir a los dos. Inmediatamente se adelantó hacia el interior del país a la cabeza de fuerzas muy exiguas; sesenta y dos jinetes y ciento veinte infantes, de los cuales sólo unos veinte estaban armados con arcabuces y mosquetes, pues había tenido que dejar una parte de sus tropas en la custodia de San Miguel, adonde pensaba refugiarse en caso de desgracia, y donde debían desembarcar los socorros que pudieran llegar.
Dirigióse a Caxamalca, pequeña ciudad situada a unas veinte jornadas de la costa, teniendo para esto que atravesar un desierto de arenas ardientes, sin agua y sin árboles, que se extendía como unas veinte leguas de largo hasta la provincia de Motupé, y en el cual el menor ataque del enemigo, unido a los padecimientos sufridos por su pequeño ejército, habría podido de un solo golpe concluir con la expedición.
Adelantóse en seguida por las montañas y se internó por desfiladeros estrechos, en los cuales les habrían podido exterminar fuerzas poco considerables. Durante esta marcha recibió un enviado de Atahualpa que llevaba zapatos punteados y puños de oro, y Pizarro le invitó a que los tuviera puestos en su próxima entrevista con el Inca. Naturalmente, Pizarro fue pródigo en promesas de amistad y de afecto, y declaró al embajador indio que no haría sino seguir las órdenes del rey su señor, respetando la vida y los bienes de los habitantes.

Tan pronto  como llegó a Caxamalca, alojó prudentemente sus tropas en un templo o un palacio del Inca, al abrigo de toda sorpresa, y en seguida envió a uno de sus hermanos, con Soto y una veintena de jinetes, al campamento de Atahualpa, que no distaba más de una legua, para que le hicieran saber su llegada.
Los enviados del gobernador, que fueron recibidos con magnificencia, se quedaron asombrados de la multitud de adornos y vasos de oro y plata que vieron por todas partes en el campo indio. Volvieron con la promesa de que Atahualpa vendría al día siguiente a visitar a Pizarro y a darle la bienvenida en su reino. Al mismo tiempo describieron a Pizarro las maravillosas riquezas que habían visto.

Dividió Pizarro su caballería en tres escuadrones, dejó en un solo cuerpo toda su infantería; ocultó sus arcabuceros en el camino que debía recorrer el Inca, y conservó a su lado unos veinte de sus más decididos compañeros.
Queriendo Atahualpa dar a los extranjeros una alta idea de su poder, se adelantó con todo su ejército, siendo él llevado en una especie de andas adornadas de plumas y cubierta de placas de oro y plata, cuajadas de piedras preciosas. Iba rodeado de histriones y bailarinas y acompañado de sus principales señores, que, como él, eran llevados en hombros de sus servidores. La marcha de este ejército más bien parecía una procesión.
En cuanto el Inca llegó a donde estaban los españoles el padre Vicente Valverde, capellán de la expedición y que más tarde recibió el título de obispo en recompensa de su conducta, se adelantó con un crucifijo en una mano y el breviario en la otra, y en un interminable discurso expuso al monarca la doctrina de la creación, la caída del primer hombre; la encarnación; la pasión y la resurrección de Jesucristo; la elección que Dios había hecho de San Pedro para que fuese su vicario en la tierra; el poder de este último trasmitido a los Papas y la donación hecha al rey de Castilla por el papa Alejandro de todas las regiones del Nuevo Mundo. Después de haber desarrollado toda esta doctrina, exhortó a Atahualpa abrazar la religión cristiana, a reconocer la autoridad suprema del Papa y a someterse al rey de Castilla como a su soberano legítimo. Si se sometía inmediatamente, Valverde le prometía que el rey su señor tomaría el Perú bajo su protección y le consentiría que continuara reinando; pero si rehusaba obedecer y perseveraba en su impiedad, él le declaraba la guerra y le amenazaba con una terrible venganza.

Era por lo menos una escena singular y una extraña arenga aquella que se representaba aludiendo a hechos desconocidos de los peruanos y de cuya veracidad un orador más hábil que Valverde no habría podido convencerles. Si se añade a esto que el intérprete conocía tan mal el español que se hallaba en la imposibilidad casi absoluta de traducir lo que apenas si él mismo comprendía y que debía faltar palabras a la lengua peruana para expresar ideas tan extrañas a su genio, nadie se sorprenderá al saber que del discurso del fraile español Atahualpa no entendió casi nada. Sin embargo, algunas frases en las que se atacaba su poder, le llenaron de sorpresa e indignación, pero su respuesta fue muy moderada. Dijo que dueño de su reino por derecho de sucesión, no se le alcanzaba que nadie hubiese podido disponer de él sin su consentimiento; añadió que de ninguna manera estaba dispuesto a renegar de la religión de sus padres para adoptar otra de la cual oía hablar por la primera vez; respecto de los demás puntos del discurso no comprendió nada y eran para él cosas tan nuevas, y dijo que le agradaría saber dónde las había aprendido Valverde.
 —En este libro — respondió Valverde, presentándole su breviario.
 Atahualpa le tomó con presteza, volvió curiosamente algunas hojas y lo acercó a su oído.
 —Esto que me enseña aquí no me habla ni me dice nada —dijo luego tirando el libro al suelo.
Aquella fue la señal del combate, o mejor dicho, de la matanza. Los cañones y los mosquetes entraron en juego, lanzáronse los jinetes, y la infantería cayó espada en mano sobre los peruanos, estupefactos. En algunos instantes el desorden llegó a su colmo, los indios huyeron en todas direcciones sin tratar de defenderse. En cuanto a Atahualpa, aun cuando sus principales oficiales se esforzaron por llevársele escudándole con sus cuerpos, Pizarro adelantó hacia él, dispersó o derribó a sus guardias, y agarrándole por su larga cabellera le derribó de la litera en que le llevaban. Sólo la noche pudo terminar la carnicería; cuatro mil indios quedaban muertos, un número mucho mayor fueron heridos y tres mil hechos prisioneros. Lo que prueba hasta la evidencia que no hubo combate, es que de todos los españoles sólo Pizarro fue herido, y eso no por los enemigos, sino por uno de sus soldados que quiso con demasiada precipitación apoderarse del Inca.
El botín recogido en los muertos y en el campo de batalla excedió a todo lo que los españoles habían podido imaginar; así es que su entusiasmo fue proporcionado a la conquista de tantas riquezas.

Al principio soportó Atahualpa con bastante resignación su cautividad, tanto más cuanto que, a lo menos con palabras, Pizarro hacía todo lo posible para dulcificársela , Atahualpa propuso a Pizarro pagarle un rescate que consistiría en hacer llenar hasta la altura que él pudiese alcanzar con la mano una habitación de veintidós pies de largo por diez y seis de ancho de vasos, utensilios y adornos de oro. Pizarro aceptó contentísimo, el Inca prisionero dictó en seguida las órdenes necesarias y todas las provincias las ejecutaron prontamente y sin murmurar.
Además fueron licenciadas las tropas indias y Pizarro pudo enviar a Soto y cinco españoles a Cuzco, ciudad situada a más de doscientas leguas de Caxamalca, mientras él mismo sometía el país en cien leguas a la redonda.

Mientras esto sucedía, desembarcó Almagro con doscientos soldados.
Se sabe que no existía moneda en el Imperio Inca, en donde se presume se usaba trueque. El Oro y la Plata poseían un valor ritual, pero no tenían ni mercado ni comercio en las culturas prehispánicas, no tenían valor comercial

El 18 de junio de 1533, Francisco Pizarro, ordenó fundir lo recaudado y se repartiese. Toda la fundición arrojó un valor español total de “un ciento y trescientos mil veintiséis mil quinientos treinta y nueve pesos de buen oro” (1.326.539 pesos de oro). En el libro “El Perú en los tiempos modernos”, se dice al respecto: “Luego de pagar los derechos del fundidor, el quinto real para la Corona española fue de 262.259 pesos de oro de alta pureza; el fundidor al que se le pagó fue un orfebre español. Pero toda la fundición la hicieron metalistas indígenas, de acuerdo con su método. “Comúnmente se fundían cada día cincuenta o sesenta mil pesos. Esta fundición fue hecha por los indios, que hay entre ellos plateros y fundidores, que fundían con nuevas forjas”. El total de plata fundida se valorizó en 51.010 marcos. A la Corona le tocó 10.121 marcos.

Los de a caballo recibieron en total: 610.131 pesos de oro y 25.798,60 marcos de plata. Promedio individual: 9.386,60 pesos de oro y 396,90 marcos de plata. Los de infantería recibieron en total: 360.994 pesos de oro y 15.061,70 marcos de plata. Promedio individual: 3.438 pesos de oro y 143,4 marcos de plata.

El Gobernador, según su criterio, premió a unos con más y a otros les quitó algo. También entregó unos 15.000 pesos de oro a los vecinos que quedaron en San Miguel. A Diego de Almagro y sus huestes les repartió de acuerdo con su criterio. Les dio 20.000 pesos de oro para que se repartan entre todos ellos. Pos supuesto, recibieron mucho menos que los caballeros e infantes que intervinieron directamente en la captura de Atahualpa.

Almagro había pedido que a él y a sus compañeros les tocase la mitad que a los de Cajamarca. Como no se pusieron de acuerdo, fue otro motivo para que ambos socios se distanciasen más, arrastrando en sus diferencias a los soldados que estaban bajo el mando de cada uno de ellos

 “El Rescate de Atahualpa consistió en 6,087 kilogramos de oro y 11,793 kilogramos de plata. A cada soldado a caballo le tocaba 40 kilogramos de oro y 80 kilogramos de plata. A los peones, la mitad. A los soldados con perros más que a los peones. A Pizarro 7 veces lo que a un jinete de caballo, además del trono de Atahualpa que pesaba 83 kilogramos de oro. Los sacerdotes recibieron la mitad de un peón”.

Prescott dice del valor monetario que en el mercado de Europa alcanzó el tesoro transportado:
“teniendo presente el mayor valor de la moneda en el siglo XVI, vendría a equivaler en el actual (siglo XIX) a cerca de tres millones y medio de libras esterlinas o poco menos de quince millones y medio de duros… La historia no ofrece ejemplos de semejante botín, todo en metal precioso y reducible como era a dinero constante”.

En el marco del comercio de España, esta fortuna, que consiguió cada español, generó la “primera inflación de la historia del Perú” considerando al país ya incluído en el mercado español donde todo subió de precio. Villanueva dice que:
"...el precio del caballo antes del repartimiento 2.500 pesos; después del repartimiento 3.300. Inflación: 32%. Su precio en el mercado subió una cuarta más que el día anterior. Una botija de vino de tres azumbres (un poco más de 6 litros), que costaba 40 pesos, se empezó a vender a 60 pesos. Inflación: 50%. Un par de borceguíes (nota: botas hasta más arriba de la rodilla que usaban los conquistadores) pasó de 30 a 40 pesos. Inflación: 33%. Un par de calzas (ropa interior; calzoncillo largo, bien ceñido a muslos y piernas), de 30 a 40 pesos. Inflación: 33%. La capa subió de de 100 a 120 pesos. Inflación: 20%. Una espada de 40 a 50 pesos. Inflación: 25%.

Sacando la media de lo expuesto por Villanueva Sotomayor, tenemos que al día siguiente del reparto, hubo una inflación promedio del 32,17%.

había allí para satisfacer aun a los más descontentadizos, después de una campaña que no había sido larga ni pesada. Así fue que muchos de aquellos aventureros, deseosos de gozar en paz y en su patria de una fortuna inesperada, se apresuraron a pedir su licencia. Pizarro se las concedió sin dificultad, porque comprendía que la fama de su rápida fortuna no tardaría en llevarle nuevos refuerzos, y con su hermano Fernando, que marchó a España a llevar al emperador magníficos presentes y la relación de su triunfo, marcharon sesenta españoles cargados de dinero.

Tan pronto como Atahualpa pagó su rescate, reclamó su libertad, pero Pizarro, que le había conservado la vida con objeto de cubrirse con la autoridad y el prestigio que el emperador ejercía sobre sus súbditos y con el objeto también de amontonar todos los tesoros del Perú, se hizo el sordo a las reclamaciones del prisionero, suponiendo que éste había, desde hacía mucho tiempo, ordenado en secreto levantar tropas en las provincias alejadas del imperio.
Nunca estuvo en la mente del Gobernador Francisco Pizarro, respetar la vida del Inca. Para continuar con su estrategia, inventó rebeliones de los leales a Atahualpa, responsabilizándolo de actos de traición
Tales fueron los motivos que determinaron a Pizarro a mandar instruir el proceso del Inca.
En aquel proceso Pizarro y Almagro fueron a la vez jueces y partes. Declarado Atahualpa culpable, fue condenado a ser quemado vivo; pero, como había concluido por pedir el bautismo para librarse de las insistencias de Valverde ; bautizóle le pusieron de nombre Francisco y no de Juan, como muchos han asegurado y el Inca fue muerto por garrote; “… se le dio una vuelta al cuello con un cordel y de ese modo fue ahogado”, nos dice Sancho de la Hoz.
En seguida el gobernador invistió con la dignidad real a uno de los hijos de Atahualpa, con el nombre de Pablo Inca; pero la guerra entre los hermanos y los acontecimientos ocurridos desde la llegada de los españoles, habían debilitado considerablemente los lazos que unían a los peruanos con los reyes, y aquel joven que en breve debía morir vergonzosamente, no tuvo ni aun la autoridad que Manco Capac, hijo de Huáscar, que fue reconocido por los pueblos de Cuzco. En breve también trataron algunos jefes del país de dividir en reinos el imperio del Perú, y uno de ellos fue Ruminagui, comandante de Quito, que hizo asesinar a los hermanos y a los hijos de Atahualpa y se declaró independiente.
Reinaba la discordia en el campo peruano. Adelantóse Pizarro rápidamente sobre Cuzco, lo cual no pudo hacer antes por carecer de fuerzas. A la sazón una multitud de aventureros atraídos por los tesoros llevados a Panamá, corrían hacia el Perú y pudo reunir quinientos hombres después de haber dejado una importante guarnición en San Miguel al mando de Benalcázar. Pizarro no tenía ya razón para esperar. Por el camino libró algunos combates con grandes cuerpos de ejército, pero el resultado fue siempre que los indígenas tuvieron enormes pérdidas, siendo insignificantes las de los españoles. Cuando entraron en Cuzco y tomaron posesión de la ciudad, se extrañaron mucho del poco oro y piedras preciosas que encontraron en ella, por más que excedía con mucho al rescate pagado por Atahualpa.
Durante aquel tiempo, cansado Benalcázar de su inacción, aprovechó la llegada de un refuerzo que venía de Nicaragua y de Panamá para dirigirse hacia Quito, donde, al decir de los peruanos, Atahualpa había dejado la mayor parte de sus tesoros. Púsose a la cabeza de ochenta jinetes y de ciento veinte infantes; batió en muchas ocasiones a Ruminagui, que le cerraba el paso, y merced a su prudencia y a su habilidad pudo entrar victorioso en Quito; pero no encontró allí lo que buscaba: los tesoros de Atahualpa.
En la misma época Pedro de Alvarado, que se había distinguido mucho a las órdenes de Cortés y que había sido nombrado gobernador de Guatemala en recompensa de sus servicios, fingió ignorar que la provincia de Quito se hallaba bajo el mando de Pizarro y organizó una expedición de quinientos hombres, de los cuales doscientos eran jinetes, y, desembarcando en Puerto Viejo, quiso llegar a Quito sin guía, subiendo a Guayaquil y atravesando los Andes. Aquel camino fue uno de los más malos y más penosos que podía haber escogido. Antes de llegar a las llanuras de Quito habían perecido la quinta parte de los aventureros y la mitad de los caballos después de haber sufrido horriblemente por la sed y el hambre, sin contar con los efectos de las cenizas ardiendo del Chimborazo, volcán inmediato a Quito, y de las nieves que les molestaron; los demás aventureros estaban completamente desanimados y absolutamente imposibilitados de combatir; y con la mayor sorpresa y al mismo tiempo que con cierto sentimiento de inquietud, se vieron de pronto los compañeros de Alvarado en presencia, no de un ejército indio como esperaban, sino de un ejército de españoles a las órdenes de Almagro. Disponíanse estos últimos a acometerles cuando algunos capitanes más moderados propusieron una avenencia, en virtud de la cual Pedro de Alvarado debía retornar a Guatemala, dejando en el Perú a su tropa, buques y todo el parque, recibiendo a cambio una cantidad en oro y plata como compensación.

El pago efectuado por Francisco Pizarro a Pedro de Alvarado fue una fortuna: se le entregaron 100.000 pesos de oro. Esa compensación significaba el doble del oro que recibió Francisco Pizarro en la repartición de Cajamarca. Era de cuatro veces más que la que recibió Hernando Pizarro y cinco veces más que la que recibió Hernando de Soto. Por sólo llegar hasta el Perú, Alvarado recibió más oro que la que obtuvo por todas sus conquistas de Mesoamérica y "sin disparar un solo tiro de arcabuz". Todo lo anterior, hizo una zanja aún más profunda entre los socios de la conquista.

Mientras estos acontecimientos se desarrollaban en el Perú, Fernando Pizarro caminaba con rumbo a España, donde necesariamente había de proporcionarle una excelente acogida la prodigiosa cantidad de oro, plata y piedras preciosas que llevaba. Obtuvo para su hermano Francisco la confirmación en sus funciones de gobernador con poderes más amplios; para sí mismo el nombramiento de caballero de Santiago y para Almagro la confirmación de su título de Adelantado, y que se extendiera su jurisdicción doscientas leguas, sin limitarlas, empero, exactamente lo cual dejaba una puerta abierta a las disputas y a las interpretaciones arbitrarias.
Aun no había llegado Pizarro al Perú cuando Almagro, sabedor de que se le había confiado un gobierno especial, pretendió que Cuzco pertenecía a él, y tomó sus disposiciones para conquistarla; pero Juan y Gonzalo Pizarro no creyeron que debían dejarse despojar y estaban a punto de venir a las manos, cuando Francisco Pizarro, a quien con frecuencia llaman el Marqués, o el Gran Marqués, llegó a la capital.
Almagro no había podido perdonar nunca a este último la doblez de que había dado prueba en sus negociaciones con Carlos V, y el desenfado con que se había hecho conceder a costa de sus dos asociados la mayor cantidad de autoridad y el gobierno más extenso; pero como encontró una gran oposición a sus designios, y como no era el más fuerte, disimuló su descontento y aparentó alegrarse de su reconciliación.
 «Renovaron entonces su sociedad —dice Zarate—, con la condición de que Almagro iría a descubrir el país por el lado del Sur, y que si encontraba alguno que fuese bueno se pediría a Su Majestad el gobierno para él; pero si no se encontraba ninguno que le acomodase repartirían entre los dos el gobierno de don Francisco. Fue tomado este acuerdo de una manera solemne, y prestaron juramento sobre la Hostia consagrada, de no emprender nada en lo sucesivo el uno contra el otro. Algunos dicen que Almagro juró que no emprendería jamás nada ni contra Cuzco ni contra el país que se halla al lado allá hasta ciento treinta leguas de distancia, aun cuando Su Majestad le diese el gobierno. Se añade que, dirigiéndose al Santísimo Sacramento, pronunció estas palabras: «Señor: si violo el juramento que ahora hago, quiero que me confundas y me castigues en mi cuerpo y en mi alma.»

Después de aquel solemne convenio que debía ser observado con tan poca fidelidad cómo el primero, preparó Almagro todas sus cosas para su partida. Gracias a su liberalidad muy conocida así como a su reputación de valiente, reunió quinientos sesenta hombres, tanto de caballería como de infantería, con los cuales se adelantó por tierra hacia Chile.
El trayecto fue excesivamente penoso, y los aventureros tuvieron que sufrir particularmente los rigores del frío al pasar los Andes y que combatir a pueblos muy belicosos que no habían recibido ninguna civilización y que les acometieron con una furia de que en el Perú no habían podido tener idea. No pudo Almagro fundar ningún establecimiento, porque apenas hacía dos meses, que estaba en el país, cuando supo que los indios del Perú se habían sublevado, que habían asesinado a la mayor parte de los españoles, y tuvo que volver en seguida atrás.

Después de suscribir un nuevo convenio acordado entre los conquistadores (1534), Pizarro volvió a las provincias inmediatas al mar, en las que, no teniendo ya que temer ninguna resistencia, pudo establecer un gobierno regular. Para ser un hombre que jamás había estudiado legislación, dictó muy sabios reglamentos sobre la administración de justicia, percepción de impuestos, repartición de indios y trabajos de las minas. Si este conquistador tiene algunos lados de su carácter que fácilmente se prestan a la crítica, es preciso reconocer que no le faltó cierta elevación de ideas y que tenía conciencia del papel que desempeñaba de fundador de un gran imperio. Por mucho tiempo dudó sobre la elección de la futura capital de las posesiones españolas. Cuzco tenía para él el atractivo de haber sido la residencia de los Incas; pero esta ciudad, situada a más de cuatrocientas millas del mar, se encontraba muy lejos de Quito, cuya importancia parecía grande a Pizarro. Pronto le agradó la belleza y la fertilidad de un gran valle regado por un río, el Rimac, y allí estableció en 1536 la sede de su poder, y en breve, merced al magnífico palacio que se hizo construir y a las suntuosas moradas de sus principales capitanes, la ciudad de los Reyes, o Lima, como se llama el nombre del río que la baña, no tardó en tomar el aspecto de una gran ciudad.
Mientras estos cuidados retenían a Pizarro lejos de su capital, pequeños cuerpos de ejército enviados en diversas direcciones se internaban por las provincias más lejanas del imperio, a fin de extinguir los últimos restos de resistencia, de tal modo que no quedó en Cuzco sino un pequeño destacamento. El Inca que vivía entre los españoles, creyó el momento oportuno para fomentar una sublevación general en la cual esperaba concluir con la dominación extranjera; y aun cuando estaba muy custodiado, supo tomar sus medidas con tal habilidad, que no despertó las sospechas, y hasta se le permitió asistir a una gran fiesta que debía celebrarse a algunas leguas de Cuzco, y para la cual se habían reunido los personajes más principales del imperio.
Tan pronto como el Inca se presentó, levantóse el estandarte de la sublevación, desde los confines de la provincia de Quito hasta Chile, se puso el país en armas, y gran número de pequeños destacamentos españoles fueron sorprendidos y exterminados. Defendida Cuzco por los tres hermanos Pizarro con ciento setenta españoles solamente, sufrió durante ocho meses los ataques incesantes de los incas, que se habían ejercitado en el manejo de las armas tomadas a sus adversarios. Los conquistadores resistieron valientemente, pero sufrieron pérdidas sensibles, y sobre todo la de Juan Pizarro.
Cuando Almagro supo estas noticias, dejó precipitadamente a Chile, atravesó el desierto montuoso, pedregoso y arenoso del Atacama, en el que sufrió tanto por el calor y la sed, como había sufrido en los Andes con la nieve y el frío, penetró en el territorio peruano, derrotó a Manco Capac en una gran batalla y llegó cerca de la ciudad de Cuzco, después de haber perseguido a los indios. Entonces trató de hacerse entregar la ciudad so pretexto de que no estaba comprendida en el gobierno de Pizarro, y violando una tregua, se apoderó de Fernando y de Gonzalo Pizarro, y se hizo reconocer por gobernador.
Durante este tiempo, un cuerpo considerable de indios cercó a Lima, interceptó toda comunicación y destruyó las pequeñas columnas de tropa que con gran trabajo envió Pizarro al socorro de Cuzco en diversas ocasiones. En esta época envió todos sus navios a Panamá para obligar a sus compañeros a hacer una resistencia desesperada; trajo de Trujillo las fuerzas a las órdenes de Alfonso de Alvarado, y confió a este último una columna de quinientos hombres que avanzó hasta algunas leguas de la capital sin sospechar siquiera que ésta se hallaba en poder de compatriotas perfectamente decididos a estorbarle el camino.
Pero Almagro deseaba más bien atraer a aquellos nuevos adversarios que destruirlos, y dispuso las cosas de modo que pudiera sorprenderlos y hacerlos prisioneros. Se le ofrecía la ocasión de terminar la guerra y hacerse de un solo golpe dueño de los dos gobiernos. Así se lo aconsejaron algunos de los oficiales, sobre todo Orgoño, que deseaba la muerte de los dos hermanos del conquistador, diciéndole también que se adelantase a marchas forzadas con sus tropas victoriosas contra Lima, donde Pizarro, sorprendido, no podría resistirlo. Pero a los que Júpiter quiere perder, dice un poeta latino, los enloquece, y Almagro, que en tantas otras circunstancias había desechado todo escrúpulo, no quiso invadir el gobierno de Pizarro a la manera de un rebelde, y volvió tranquilamente a Cuzco.

Considerado el hecho desde el punto de vista de sus intereses, Almagro cometía una grave falta, de la que no debía tardar en arrepentirse; pero si consideramos lo que jamás debe perderse de vista, es decir, el interés de la patria, los actos de agresión que ya habla cometido y el haber provocado la guerra civil enfrente de un enemigo dispuesto a aprovecharse de ella, constituían un crimen capital, que sus adversarios no habían de tardar en hacerle presente.

Si Almagro necesitaba una decisión inmediata para hacerse dueño de la situación, Pizarro tenía que esperarlo todo del tiempo y de las circunstancias. Mientras llegaban los refuerzos que le habían prometido enviar de Darién, entabló con su adversario negociaciones que duraron muchos meses, y durante éstas, uno de sus hermanos y Alvarado hallaron medios de escaparse con más de setenta hombres. Almagro consintió,  en recibir al licenciado Espinosa, encargado de decirle que si el emperador sabía lo que pasaba entre los dos competidores, y tenía noticias del estado a que sus desavenencias habían llevado las cosas, llamaría indudablemente a uno o a otro y le reemplazaría. Por último, después de la muerte de Espinosa, fray Francisco de Bobadilla, a quien Pizarro y Almagro habían remitido la decisión de sus diferencias, decidió que Fernando Pizarro sería incontinenti puesto en libertad; que Cuzco sería entregada a Francisco Pizarro y que se enviarían a España a algunos capitanes de los dos bandos, con el encargo de hacer valer los derechos recíprocos de los competidores, y remitiéndose a la decisión del emperador.

Apenas había sido puesto en libertad el último de sus hermanos, cuando Pizarro, rechazando toda idea de paz y de amistosos arreglos, declaró que sólo las armas habían de decidir si él o Almagro habían de ser los señores del Perú.
En poco tiempo reunió setecientos hombres, cuyo mando confió a sus hermanos, y siendo muy difícil atravesar las montañas para llegar a Cuzco por un camino directo, siguieron las orillas del mar hasta Nasca, y penetraron en una ramificación de los Andes que debía llevarlos a la capital.
Quizá Almagro debió defender los desfiladeros de las montañas; pero no tenía más que quinientos hombres y confiaba además en su brillante caballería que en aquel terreno quebradizo no hubiera podido desplegarse. Esperó, pues, al enemigo en las llanuras de Cuzco. El 26 de abril de 1538, se atacaron los dos bandos con igual encarnizamiento; pero la victoria se decidía en breve, merced a la compañía de mosqueteros que el emperador, al saber la sublevación de los indios, había mandado a Pizarro. Ciento cuarenta soldados murieron en aquel combate, que recibía el nombre de Las Salinas. Los indios, que reunidos en armas en las montañas inmediatas, se proponían caer sobre el vencedor, huyeron con la mayor precipitación.
 «Nada —dice Robertson— prueba mejor el ascendiente que los españoles tenían sobre los indios, como ver a éstos, testigos de la derrota y dispersión de uno de los bandos, no tener valor para atacar al otro debilitado y cansado por la misma victoria, y no atreverse a caer sobre sus opresores, cuando la fortuna les ofrecía una ocasión tan favorable.»
En aquella época una victoria no era completa si no iba seguida inmediatamente del pillaje, y por consiguiente, la ciudad de Cuzco fue entrada a saco. Respecto a Almagro , convencido Fernando Pizarro de que su nombre sería siempre un incentivo de agitación perpetua, resolvió deshacerse de él. Mandó, pues, instruir un proceso, el cual, como es de presumir, terminó con una sentencia de muerte. Al saber esta noticia, Almagro tuvo algunos momentos de turbación muy natural, durante los cuales hizo presente su mucha edad y la manera muy diferente como él se había portado con Fernando y Gonzalo Pizarro, cuando fueron sus prisioneros; pero en seguida recobró su sangre fría y esperó la muerte con el valor de un soldado. Fue ejecutado el 8 de julio 1538  en la cárcel por estrangulamiento de torniquete y su cadáver decapitado en la Plaza Mayor de Cuzco.

Después de algunas expediciones afortunadas, Fernando Pizarro pasó a España a dar cuenta al emperador de lo que había ocurrido, y allí encontró la opinión muy prevenida contra él y sus hermanos. Su crueldad, sus violencias, su desprecio a los más sagrados compromisos, habían sido expuestos con toda su desnudez y sin contemplación de ninguna especie por algunos partidarios de Almagro, y Fernando Pizarro necesitó de una habilidad maravillosa para conseguir ganarse al emperador, que no podía juzgar de qué lado estaba la justicia, puesto que sólo los interesados podían ilustrarle, y sólo veía las consecuencias deplorables de la guerra civil para su gobierno. Decidióse, pues, Carlos V a enviar a aquellos sitios un comisario especial, al cual dio los poderes más amplios, y que después de haberse enterado de los sucesos, debía establecer la forma de gobierno que juzgara más conveniente.
Confióse esta delicada misión a un juez de la audiencia de Valladolid llamado Cristóbal de Vaca, que no se mostró indigno de su cargo. Y, cosa digna de notarse, se le recomendó que, respecto de Francisco Pizarro, usase de los mayores miramientos, en los momentos precisamente en que su hermano Fernando era detenido y arrojado en una prisión, en la que debía permanecer olvidado por espacio de veinte años.
Mientras estos acontecimientos ocurrían en España, el marqués dividía el país conquistado, guardaba para sí y sus partidarios los distritos más fértiles o los mejor situados, y concedía a los compañeros de Almagro, a los de Chile, como los llamaban, los territorios mas apartados.
Después confió a Pedro Valdivia, uno de sus maestros de campo, la ejecución del proyecto que Almagro no había hecho más que iniciar, la conquista de Chile.
Partió Valdivia el 18 de enero de 1540 con ciento cincuenta españoles, entre los caules debían ilustrarse Pérez Gómez, Pedro de Miranda y Alonso de Monroy, y atravesó el desierto de Atacama, empresa que aún hoy se considera como una de las más penosas, y llegó a Copiapó, situado en el centro de un hermoso valle.
Al principio fue recibido con gran cordialidad; pero cuando se concluyó la recolección, tuvo que sostener numerosos combates con una raza de indios muy diferentes de los del Perú, con los araucanos, que eran valientes e infatigables guerreros, y fundó, en 12 de febrero de 1541, la ciudad de Santiago.
Valdivia pasó en Chile ocho años dirigiendo la conquista y la organización del país.
En la época en que Valdivia marchaba hacia Chile, Gonzalo Pizarro, a la cabeza de trescientos cuarenta españoles, de los cuales la mitad iban montados, y de cuatro mil indios, atravesaba los Andes a costa de tales fatigas, que la mayor parte de estos últimos murieron de frío; internóse después hacia el Este en el continente en busca de un país en el que decían que abundaban la canela y las especias. Recibidos los españoles en aquellas vastas sabanas cortadas por lagunas y bosques vírgenes, por lluvias torrenciales que no duraron menos de dos meses, y no habiendo encontrado sino muy escasa población, y sobre todo poco industriosa y muy hostil, tuvieron que sufrir con frecuencia los padecimientos del hambre, porque entonces no existían allí bueyes ni caballos, y los mayores cuadrúpedos eran los tapires y las llamas, y aun estos últimos no se encontraban sino muy difícilmente en aquellas vertientes de los Andes.
Mas a despecho de estas dificultades que habrían desanimado a exploradores menos enérgicos que los descubridores del siglo XVI persistieron en su tentativa y bajaron por el río Napo o Coca, afluente en la margen izquierda del Marañón, hasta su confluencia.
Allí construyeron con gran trabajo un bergantín que fue tripulado por cincuenta soldados al mando de Francisco Orellana; pero ya sea que la violencia de la corriente le arrastrase, ya que no hallándose a la vista de su jefe quisiera a su vez ser jefe de una expedición de descubrimientos, es lo cierto que no esperó a Gonzalo Pizarro en el punto de cita, y que continuó bajando el río hasta que llegó al Océano.
Semejante navegación a través de más de dos mil leguas por regiones desconocidas, sin guía, sin brújula y sin provisiones, con una tripulación que murmuró más de una vez contra la loca tentativa de su jefe, cruzando por poblaciones casi constantemente hostiles, semejante navegación, decimos, es verdaderamente maravillosa.
Desde la embocadura del río que acababa de bajar con su barco mal construido y averiado, llegó Orellana hasta la isla de Cubagua y desde allí se hizo a la vela a España. Si el proverbio: «a gran distancia, gran mentira», no hubiera existido desde mucho tiempo antes, Orellana lo habría inventado.
En efecto, difundió las fábulas más absurdas acerca de la opulencia de los países que había atravesado; los habitantes eran tan ricos, que los techos de los templos estaban formados con placas de oro, lo cual dio ocasión a la leyenda de El Dorado. Habló también Orellana de la existencia de una república de mujeres guerreras que habían fundado un vasto imperio, lo cual fue causa de que al Marañón se le diera el nombre de río de las Amazonas. Mas si se despoja su relación de todo lo ridículo y grotesco que debía agradar a la imaginación de sus contemporáneos, queda sin embargo sentado que le expedición de Orellana es una de las más notables de aquella época tan fecunda en empresas gigantescas y que facilitó las primeras noticias acerca de la inmensa zona del país que se extiende entre los Andes y el Atlántico.
Pero volvamos a Gonzalo Pizarro. Su perplejidad y su consternación fueron grandes cuando, al llegar a la confluencia del Napo y del Marañón, no encontraron a Orellana, que debía esperarle allí. Temiendo que hubiera ocurrido alguna desgracia a su lugarteniente, siguió la corriente del río por espacio de cincuenta leguas, hasta que se encontró a un desgraciado oficial abandonado por haber hecho algunas observaciones a Orellana acerca de su perfidia. Al saber el cobarde abandono y la miseria en que se les dejaba, se desanimaron hasta los más valientes, y Pizarro tuvo que ceder a sus instancias y volver a Quito, del que le separaban más de mil doscientas millas.
Para expresar cuál serían sus sufrimientos en aquel viaje de regreso, bastará decir que después de haber comido caballos, perros y reptiles, raíces y animales salvajes, después de haber masticado todo el cuerpo de sus equipos, los desgraciados sobrevivientes, desgarrados por las malezas, pálidos y descarnados, pudieron llegar a Quito en número de ochenta. Cuatro mil indios y doscientos españoles habían perdido la vida en aquella expedición que no había durado menos de dos años.
Mientras Gonzalo Pizarro conducía la desgraciada expedición que acabamos de referir, los antiguos partidarios de Almagro, que jamás habían podido unirse francamente a Pizarro, se agrupaban en torno del hijo de su antiguo jefe y concertaban en secreto la muerte del marqués. En vano advirtieron repetidas veces a Francisco Pizarro lo que se tramaba contra él, nunca quiso dar crédito a las advertencias, y decía: «Perded cuidado, estaré con seguridad mientras todos en el Perú sepan que puedo en un momento dado quitar la vida al que se atreviese a concebir el proyecto de atentar a la mía.»
El domingo, 26 de junio de 1541, en el momento de la siesta, Juan Herrada y dieciocho conjuradores salen de la casa de Almagro espada en mano y armados de pies a cabeza corriendo hacia la casa de Pizarro y gritando: «Muera el tirano, muera el infame.» Invaden el palacio, matan a Francisco de Chaves, que acudía al ruido, y penetran en la habitación en que estaban con Francisco de Pizarro, su hermano Francisco Martín, el doctor Juan Velázquez y una docena de servidores.
Estos saltan por las ventanas, a excepción de Martín Pizarro, de otros dos caballeros y de dos pajes que se hacen matar defendiendo la puerta del departamento del gobernador. Pizarro, que no tuvo tiempo de ponerse la coraza, agarra su espada y un escudo, y defendiéndose valientemente, mata a cuatro de sus adversarios y hiere a otros muchos. Uno de los que le acometen atrae sobre sí, desviándose, los golpes de Pizarro, y durante este tiempo los demás encuentran facilidad de entrar y cargar sobre él con tal furia, que no puede parar todos los golpes; se halla tan cansado, que apenas si puede mover su espada.
 «Estando de este modo —dice Zárate—, llegaron al fin hasta él y concluyeron de matarle de una estocada en el cuello. Al caer pidió en alta voz confesión, y no pudiendo ya hablar, hizo en tierra la señal de la cruz y la besó, y de este modo entregó su alma a Dios.»
Algunos negros arrastraron su cuerpo hasta la iglesia, a donde Juan Barbazán, su antiguo criado fue el único que se atrevió a ir a reclamarle. Aquel fiel servidor hizo en secreto las honras fúnebres, porque los conjurados habían saqueado su casa y no habían dejado ni aun con qué pagar los cirios.
Así concluyó Francisco Pizarro, asesinado en la misma capital del vasto imperio que España debía a su valor y a su perseverancia infatigable.
De nuevo iba a estallar la guerra civil después de la muerte de Pizarro cuando llegó el gobernador delegado por el gobierno de la metrópoli, el cual, en cuanto hubo reunido las tropas necesarias marchó contra Cuzco, y se apoderó sin gran trabajo del hijo de Almagro, le hizo decapitar con cuarenta de sus partidarios, y gobernó el país con firmeza hasta la llegada del virrey Blasco Núñez Vela.
No es intención entrar en los detalles de sus desavenencias con Gonzalo Pizarro, el cual, aprovechándose del descontento general causado por los nuevos reglamentos sobre repartimientos, se sublevó contra el representante del emperador, y después de muchas peripecias, que no pueden referirse aquí, por no tener lugar en esta narración, concluyó la lucha con la derrota y ejecución de Gonzalo Pizarro, ocurrida en 1548. Su cuerpo fue llevado a Cuzco y enterrado completamente vestido. «Nadie —dice Garcilaso de la Vega— quiso darle un pobre paño.»








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