1953 : Sublevación de albañiles en Alemania del Este

A principios del mes de junio de 1953 las fábricas de la Checoslovaquia comunista se pusieron en huelga.Pero en el paraíso de los trabajadores estaba prohibido dejar de trabajar, de modo que las huelgas terminaron en agrios enfrentamientos entre la policía y los manifestantes.

En el clímax de la revuelta, horas antes de que el Ejército Rojo la reprimiese con inusitada dureza, los huelguistas de la fábrica de Skoda en Pilsen forzaron las puertas del ayuntamiento y colgaron en el balcón del alcalde la bandera de Estados Unidos. No contentos con eso, la emprendieron con la numerosa simbología comunista que inundaba la ciudad.

Hasta ahí podían llegar los magnánimos ocupantes rusos. Tras el numerito del ayuntamiento se declaró la ley marcial y los tanques soviéticos hicieron acto de presencia, ahogando en sangre los anhelos de libertad de los checoslovacos. Stalin ordenó una purga integral en los cuadros del partido comunista checo, que al día siguiente ya tenían explicación oficial para lo ocurrido. Los sucesos de Pilsen no se debían a la insatisfacción de los trabajadores, sino a una provocación por parte de agentes del imperialismo infiltrados entre la masa obrera, que, al parecer, era tonta del bote y reaccionaba como un perrito de Pavlov ante cualquier estímulo.


Lo de Pilsen no debería haber pasado de ahí, pero las noticias (especialmente las buenas) viajan a gran velocidad. Dos semanas después, a 400 kilómetros, los albañiles germano-orientales que levantaban a toda prisa los edificios monumentales de la Stalinallee (avenida de Stalin) berlinesa se bajaron del andamio. Las razones eran similares a las que, días antes, habían esgrimido sus vecinos checos. Estaban hartos de trabajar cada vez más por el mismo dinero, que, para colmo, perdía valor de un día para otro. Si eso era el socialismo, mejor se quedaban con lo que tenían sus paisanos del sector occidental, víctimas de la ley de bronce de los salarios, que, inexplicablemente, les llenaba el plato de comida, el armario de ropa y la cuenta corriente de marcos occidentales, que todos querían y para todo valían. El drama de los berlineses orientales es que tenían muy cerca el espejo donde mirarse.

Nadie, ni el SED (Partido Socialista Unificado de Alemania) ni las autoridades de ocupación soviéticas, se esperaba que pasase algo así en el mismo Berlín Este, estandarte de la Europa comunista. Y mucho menos entre los obreros de la construcción, flor y nata de la orgullosa clase trabajadora socialista, que había tomado, tras siglos de esclavitud, las riendas de su propio destino. Los albañiles de la Stalinallee, efectivamente, eran socialistas de pura raza, habitantes de los barrios obreros de la capital y votantes habituales de los partidos de izquierda desde los tiempos del káiser. Nada que ver con los comerciantes o los granjeros, miserables pequeñoburgueses atados a la propiedad y a ideas trasnochadas y ferozmente contrarrevolucionarias, como el ánimo de lucro o la libertad para moverse de acá para allá sin necesidad de informar previamente al Gobierno.

Entonces, ¿por qué los albañiles se rebelaban contra el tipo de república que, al menos sobre el papel, mejor defendía sus ideas? Por algo tan simple como las condiciones de trabajo. Walter Ulbricht, el caudillo de la Alemania Oriental, quería terminar a toda prisa las obras de la Stalinallee –levantada sobre las ruinas decimonónicas de la Frankfurter Allee– para ofrendársela a sus amos soviéticos como gesto de sumisión. Para ello decretó cuotas laborales extraordinarias que, en el caso de los albañiles, suponían un 10% de carga de trabajo extra por el mismo salario, librado en devaluados marcos orientales. Había que construir el socialismo y todos debían esforzarse, empezando por los albañiles de una avenida tan emblemática como aquella.

La revuelta duró dos días, el 16 y el 17 de junio. Durante el primero los albañiles, unos 10.000, se dirigieron en manifestación hasta la sede del SED, un gran complejo gubernamental en la Leipziger Strasse que hasta 1945 había sido el cuartel general de Hermann Göring y su Luftwaffe. Montaron allí un piquete y exigieron a gritos que saliesen los jerarcas del régimen –Ulbricht, Wilhelm Pieck y Otto Grotewohl– a darles una explicación. No salió ninguno de los tres; pero, presos de la estupefacción por lo que estaba ocurriendo en la calle, enviaron a un joven ministro, Fritz Selbmann, para que soltase un mitin a los enfurecidos albañiles.

Selbmann apeló, como buen comunista, a la solidaridad política y les prometió que revisarían las cuotas laborales, convirtiéndolas en voluntarias. En el socialismo real la palabra voluntario significa que, si no haces lo que se te pide, el aparato del Estado cae sobre ti y sobre tu familia. Los albañiles ya habían aprendido una lección tan básica y abuchearon a Selbmann, que tuvo que regresar atemorizado al interior del edificio. La manifestación se dirigió entonces a la Alexanderplatz, donde los cabecillas convocaron una huelga general nacional para el día siguiente. A fin de informar a toda la ciudad, se dividieron en dos grupos: uno se dirigió a los barrios obreros de Lichtenberg y Hellersdorf, mientras que el otro enfiló la inacabada Stalinallee hacia el distrito de Friedrichshain. Confiados, tomaron una furgoneta con megáfonos normalmente empleada para difundir propaganda gubernamental y recorrieron parte de la ciudad. Al anochecer la dejaron aparcada en un lugar visible, para que las autoridades la recuperasen intacta. En fin, eran alemanes.

Todas las alarmas sonaron en Moscú. Si no acababan con la rebelión de los plebeyos, Estados Unidos podría interceder en su favor y tratar de convertir Berlín en algo parecido a una ciudad libre administrada por el mando aliado. Y por libre había que entender libre, es decir, capitalista. Al día siguiente todo estaba preparado: de un lado, los soviéticos con sus tanques debidamente artillados; del otro, los obreros con sus pancartas.


A primera hora de la mañana la multitud tomó Unter den Linden, en una gran manifestación cuyo punto final era la Puerta de Brandemburgo. Otro grupo se dirigió a la Potsdamer Platz, donde asaltó una comisaría de la Volkspolizei (policía del pueblo o Vopo) y arrojó por la ventana los expedientes de la Stasi. A media mañana la situación se salió de madre. Los manifestantes empezaron a entonar la tercera estrofa del Deutschland über alles, elegida recientemente como himno de Alemania Occidental. Unos jóvenes se encaramaron a la Puerta de Brandemburgo y arrancaron la bandera roja de la Unión Soviética que allí ondeaba desde la conquista de Berlín. Hecho esto, se pusieron a gritar como locos "¡Queremos pan, queremos libertad!", justo lo que los comunistas les habían hurtado.

Aquello era demasiado. Los soldados fronterizos americanos asistían boquiabiertos al espectáculo. En previsión de lo peor, el mando occidental ordenó apoyar a los rebeldes prestándoles protección según cruzasen la línea. Los berlineses del Oeste, por su parte, animaban a sus vecinos o se sumaban alegremente a la algarada.

El sanguinario Lavrenti Beria, que se había desplazado ex profeso desde Moscú, declaró el estado de excepción y dio órdenes de abrir fuego a discreción. Nadie se iba a salvar. Tras caer los primeros, la masa huyó despavorida por las calles. Lejos de dejarlos marchar, los soldados rusos y los agentes de la Policía del Pueblo tenían órdenes de disparar a matar y por la espalda. Así murió el niño Rudi Schwander, de un tiro en la nuca cuando corría hacia el sector occidental huyendo de los vopos. La matanza fue espantosa. Al caer la tarde, cerca de 500 cadáveres tapizaban las calles del Berlín comunista. Otros 100 morirían fusilados en las semanas siguientes, acusados de sedición. Hubo casi 2.000 heridos y más de 5.000 detenidos, 1.200 de los cuales fueron condenados a trabajos forzados. Dieciocho soldados soviéticos fueron juzgados y ejecutados por negarse a disparar a civiles indefensos.

La revuelta de Berlín se contagió por todo el país, ocasionando una auténtica revolución obrera en la que participaron medio millón de personas y que se saldó con más de 2.000 muertos.

Mientras todo esto ocurría, el dramaturgo Bertolt Brecht, niño mimado de la izquierda occidental, apoyaba la represión desde su lujoso apartamento berlinés. El paraíso socialista tenía un coste perfectamente amortizable en aras de un futuro dichoso e igualitario.

El 21 de junio, cuatro días después de la masacre, se reunió el politburó del SED para analizar lo ocurrido. Veredicto: todo había sido obra de "agentes imperialistas y bandidos fascistas" que actuaban instigados por Eisenhower y por la marioneta de Bonn, apelativo que reservaban para Konrad Adenauer, canciller de la RFA.

El renano denunció en todos los foros internacionales la salvaje represión soviética, y declaró el 17 de junio fiesta nacional de la Alemania libre. Para que no se olvidase nunca aquella jornada heroica, el ayuntamiento de Berlín Occidental cambió el nombre a una de las principales avenidas de la ciudad, la Charlottenburger Chaussee, por el de Strasse des 17 Juni, que es como se sigue llamado hoy. Mide cuatro kilómetros, atraviesa el centro de Berlín, alberga la columna de la Victoria y el Tiergarten y va a morir a los pies de la Puerta del Brandemburgo, el mismo lugar donde, hace sesenta años, la República de los Trabajadores asesinó por la espalda a sus propios obreros. 



Autor F. Díaz Villanueva

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