1700 :Llegan los Borbones, Felipe V

Los Borbones proceden del pueblecito francés de Bourbon-l'Archambault (provincia de Allier), poco más que un villorrio, que, en época medieval, fue cabeza de un modesto señorío. Nadie hubiese adivinado que aquel lugarejo sería cuna de dos poderosas dinastías europeas. En el siglo XIII, el sexto hijo de Luis IX, rey de Francia, se casó con la heredera del señorío. Un hijo de la pareja, Luis, fue ennoblecido por el rey y pasó a titularse duque de Borbón. Uno de sus descendientes alcanzó el trono de Navarra y, poco después, en 1589, el de Francia como Enrique IV (el que dijo aquello de «París bien vale una misa»),aprovechando que el último representante de la dinastía Valois moría sin sucesión.

De esta cepa, descienden todos los Borbones que en el mundo han sido, a saber: las dos ramas francesas, la española, la parmesana, la napolitana-siciliana yla brasileña.


La fecha de 1700, el cambio de dinastía, tuvo unas repercusiones políticas enormes, sobre todo en política internacional. Hay que tener en cuenta que si la Monarquía hispana durante los reinados de los tres Felipes había tenido muchos problemas, después de los grandes fracasos representados por las paces de Westfalia, Pirineos y el reconocimiento de la independencia de Portugal se había convertido ella misma en un problema europeo; un aglomerado de grandes y ricos territorios liderados por una metrópoli exhausta, incapaz de defenderlos; tres grandes potencias contemplaban con aire carroñero aquella Monarquía: Inglaterra, Francia y Austria; la primera ambicionaba los territorios americanos; las otras dos aspiraban, eventualmente, a todo, pero, por lo menos, a repartirse amigablemente los despojos. Ya en 1668, apenas iniciado el reinado de Carlos II, Luis XIV y el emperador Leopoldo habían firmado en secreto un tratado de reparto.

Felipe V
Muchos españoles de a pie, ajenos a los tejemanejes de la corte, saludarían, aliviados, el cambio de dinastía. Pensaron, precipitadamente, que nueva savia vitalizadora renovaba el tronco podrido de los Austrias. Pero aquel nuevo rey -un jovenzuelo de diecisiete años, no muy alto, rubio, de ojos azules-, al que recibieron triunfalmente en Madrid, no era la joya que parecía. En realidad, era abúlico y retraído,hasta el punto de haber llamado la atención del prestigioso médico Helvecio, que se interesó por él como caso clínico.

Es que el Borbón llevaba en sus venas un cuartillo de sangre Austria, con toda su perturbadora herencia genética, pues era biznieto de  Felipe IV ; Además, era hijo de una esquizofrénica y nieto de una loca, así que también  esta familia padecía las taras resultantes de la consanguinidad de sus antepasados. 

los Borbones del siglo XVIII fueron proclives a las depresiones y a la locura.

Las instrucciones que Luis XIV dio a su nieto aconsejaban robustecer el poder real, limitar la excesiva influencia de los grandes, renovar la administración, pero respetar las costumbres y tradiciones. Sus medidas de gobierno fueron en esta dirección; su religiosidad era escrupulosa, excesiva, combinada con una sensualidad que no se atrevía a franquear los límites del matrimonio. De Felipe v escribió su ministro Alberoni: «Sólo necesita un reclinatorio y una mujer.» Otro observador dijo: «Pasa dos veces al día de los brazos de su mujer a los pies de su confesor.» Este freno de la religión, y un cierto sentido de la decencia, hizo que Felipe V y los otros Borbones del siglo XVIII fueran fieles a sus esposas.

En esto no se parecía a la corte de París, donde la favorita real no era un motivo de escándalo, sino una institución; en la corte española nunca se dio nada parecido. Felipe V no sólo mantuvo la Inquisición, sino que en su tiempo reanimó por última vez sus hogueras; una campaña feroz, cuyos móviles no están claros.

Continuó también la venta de títulos nobiliarios, casi siempre en favor de alguna institución religiosa en apuros. La Cámara de Castilla seguía también dispensando favores tarifados: 40.000 reales por una hidalguía, 200 ducados por una licencia para fundar un mayorazgo, señores que piden que el alcalde mayor de tal pueblo siga en su puesto después de expirado el plazo legal... Se tiene la impresión de que en España todo hubiera seguido poco más o menos igual si no hubiera intervenido una larga y encarnizada Guerra de Sucesión que fue al mismo tiempo una guerra civil.

La implantación de la nueva dinastía acarreaba una nueva guerra que requeriría sangre y dinero de un país casi exhausto, pero también tuvo su lado positivo,vaya lo uno por lo otro, porque los franceses trajeron con ellos la bendita semilla de la Ilustración. Ya queda dicho que el siglo XVIII fue el Siglo de las Luces, de la tolerancia, el siglo que deslindó religión y derecho, el que diferenció pecado y delito. Fue también un siglo pródigo en probos y bienintencionados funcionarios, que honradamente intentaron redimir al país de su secular atraso, entregándose al regalismo o defensa de los intereses de la monarquía contra la codicia acaparadora de la Iglesia, que, aprovechando la debilidad de los últimos Austrias, había ampliado abusivamente sus competencias y su poder. 

María Luisa de Saboya
La obsesión de la monarquía era, como siempre,  asegurar la sucesión del trono. Inmediatamente casaron al joven rey con una prima segunda, la princesa María Luisa de Saboya, una joven de trece años de edad, francamente fea, pero tan femenina, pizpireta e ingeniosa que conquistó no sólo a su esposo, sino a cuantos la trataron. despertó una gran pasión carnal en su marido, que se pasaba el día retozando en el tálamo y no vacilaba en recurrir a afrodisíacos para apuntalar sus apetitos. 

Mientras, en el cielo europeo, se acumulaban los espesos nubarrones de la coalición antiborbónica, porque en las cortes de  Europa nadie se llamaba a  engaño: el muchacho que señoreaba el trono de España no era más que una marioneta en las manos de su todopoderoso y sagaz abuelo, el Rey Sol.

No les faltaba razón. Con el inexperto Felipe V (como con el primer Austria, Carlos V, cuando llegó de Flandes) había llegado una plaga de funcionarios y cortesanos franceses, a los que el Rey Sol enviaba para hacerse cargo de la herencia española. Al menos, éstos no venían a robar, como aquellos borgoñones de Carlos, porque ya quedaba poco que robar, sino a reflotar el negocio y hacerlo rentable. España era una vaca de exhaustas ubres y había que reponerla para poderla ordeñar de nuevo.

Por alguna parte, había que empezar. El rey de Francia, Luis XIV, como el que hereda un negocio desastrosamente regentado, aspiraba a sanear  la economía de España y a modernizar su administración. Los tecnócratas franceses reformaron drásticamente la administración, acabaron con los ineficaces ministerios (los Consejos de los Austrias ocupados por la alta nobleza) y promocionaron a puestos de responsabilidad a burócratas capaces sin mirar si eran muy nobles o no. En cuanto se renovaron los cargos, se notó la recuperación.

Los franceses formaron la excelente escuela de la cantera local, que a lo largo del siglo dio al país muy buenos ministros y capaces funcionarios, entre ellos José Patiño, José de Campillo y el marqués de la Ensenada. Trabajo no les iba a faltar, porque España se encontraba en un estado de postración verdaderamente lastimoso, especialmente en el plano demográfico y productivo.

Había un millón de mendigos y otro de frailes, monjas o clérigos, o de hidalgos rentistas (con sus cohortes de servidores y pajes), es decir, individuos dados a lo divino y económicamente improductivos, o tan dados a lo humano que consideraban desdoro el trabajo. Con esta tara a cuestas, se inició el despegue, hasta alcanzar ocho millones de habitantes. Al pesado lastre de tanto  parásito se añadía la escasa productividad de un estamento laboral propenso a la holganza. Las tierras estaban mal cultivadas, particularmente las concentradas en manos eclesiásticas o de la alta nobleza. Fértiles fincas se subexplotaban dedicadas a dehesas para la cría de ganado; la industria era escasa y obsoleta. Dentro de la apatía general, la vida se había tornado mediocre y provinciana; la sociedad, carcomida por la pereza y la envidia , navegaba a la deriva, acanallada, sin horizontes, encallecida en sus prejuicios y en su ignorancia.

El bando austríaco, que aspiraba a la corona de España, no se había dado por vencido. Aún no había transcurrido un año desde el nombramiento de Felipe V cuando tropas austríacas invadieron los dominios españoles en el norte de Italia. Había comenzado una verdadera guerra mundial: Inglaterra, Holanda, Austria, Prusia, Hannover y el Imperio contra los Borbones de España y Francia.

Nuestro flamante rey tuvo que hacer un alto en su frenesí amoroso para capitanear sus tropas. Desembarcó en Nápoles y, después de asistir al anual milagro de la licuefacción de la sangre de san Jenaro, partió para Milán a enfrentarse con los austríacos. Su joven esposa quedaba en Madrid en calidad de regente, con la inestimable ayuda de su sagaz camarera mayor, la princesa de los Ursinos, que el rey francés había enviado para asistir a la reina (y para espiar al rey).

La princesa de los Ursinos fue una de esas mujeres excepcionalmente dotadas para el gobierno. Sabiamente dirigida por ella, la reina se mostró una excelente primera ministra, que contribuyó poderosamente al robustecimiento de la monarquía y a la ordenación del reino.

La guerra no se limitó al norte de Italia. Esta vez, España la sufrió en sus propias carnes. El archiduque Carlos, candidato austríaco a la corona, desembarcó en Lisboa y emprendió la conquista con la ayuda de un partido austríaco, al que se sumó una legión de descontentos, especialmente aragoneses, catalanes y valencianos, a los que el Borbón había recortado sus privilegios forales y había aumentado los impuestos. También se le unieron buena parte de la nobleza y la Iglesia, por los mismos motivos: huir del Borbón que pretendía limitar sus tradicionales sinecuras y privilegios.

Los austríacos, contando con el dominio del mar, enviaron una escuadra anglo-holandesa, que saqueó las costas andaluzas y capturó parte de la flota de la plata recién llegada de América. El episodio prueba el anquilosamiento de la administración española. La flota de  la plata se había refugiado en el puerto de Vigo, pero, en lugar de desembarcar inmediatamente su precioso cargamento y ponerlo a buen recaudo, dejaron pasar los días en espera de que llegara de Madrid el funcionario contador. Como es natural, los ingleses y los holandeses recibieron un soplo, se adelantaron y les limpiaron el granero.

No fue ésta la mayor calamidad de una guerra en la que las tropas de Carlos llegaron a ocupar Madrid y Barcelona, pero, a pesar de todo, Felipe V, sin más apoyos de emvergadura que los de su abuelo francés y los de Castilla, no sólo resistió, sino que ganó.

Después de la victoria, el Borbón pasó factura a los que habían militado en el bando contrario: abolió los fueros y franquicias de Aragón, Valencia y Cataluña, y sometió a la Iglesia a la jurisdicción ordinaria. El nacionalismo catalán todavía resopla por la herida que le infligió el primer Borbón.

Las consecuencias más duraderas para las regiones vencidas y para la estructura del Estado español fueron los decretos de Nueva Planta que abolieron sus fueros tan pronto como acabaron las resistencias; el primero y más duro concernía al reino de Valencia; el de Cataluña se dictó en 1714 y es más suave, aunque la resistencia había sido más encarnizada; se conservaron algunas instituciones como el Consolat de Mar y todo el Derecho civil, y las medidas se presentaban no como un castigo a la rebelión, sino como un favor, igualando aquellos vasallos con los de Castilla, los más queridos del monarca. El cambio de todo se debería a que en 1714 ya la nueva dinastía estaba asentada y reconocida, no corría peligro; habían tenido tiempo de reflexionar sobre lo injusto e impolítico que era sancionar regiones enteras en las que los felipistas siempre habían sido numerosos.

Las únicas tierras aforadas que quedaron en la corona fueron Navarra y el País Vasco, en recompensa por su fidelidad al vencedor.

A pesar de todo, en los vencidos quedó un sentimiento de humillación; conocían la necesidad de cambiar aquellas instituciones arcaicas, pero no en forma tan traumática y sujetos a un nuevo régimen que les parecía despótico. Recibían el derecho a estar representados en las Cortes de España, ¡pero esas Cortes estaban prácticamente muertas! Temían un incremento de la presión fiscal; el nuevo sistema tenía la ventaja de ser más equitativo y más sencillo; se acortaba la distancia con los castellanos, los más castigados por el fisco; se instituía una especie de impuesto único que al principio resultó oneroso; más tarde las cosas cambiaron: el catastro que tenían que satisfacer los catalanes era una cantidad fija que sobrepasaba la capacidad del Principado; después fue rebajada su cuantía, al par que Cataluña crecía en población y riqueza, con lo que volvió a desequilibrarse en su provecho la presión fiscal.

Otro de los principios medulares del nuevo sistema era el nombramiento de cargos en los ayuntamientos; en los de más importancia los regidores eran vitalicios y de nombramiento real directo; en los pequeños eran anuales y los nombraban las audiencias, siempre entre personas consideradas adictas. Y aquí radicaba otro de los motivos de disgusto: las clases dirigentes se sentían discriminadas; según el nuevo sistema, al desaparecer la «extranjería legal» podían aspirar a todos los cargos de la Monarquía, incluso en Indias, pero esto sólo jugaba en favor de los que estaban bien vistos en la corte; en principio, un catalán o un aragonés concitaban ciertas sospechas, y este prejuicio tardó en desaparecer. Con el tiempo estos recelos mutuos se fueron disipando.

La guerra se saldó con enormes pérdidas territoriales. No sólo volaron todas las posesiones europeas fuera de España (Bélgica, Luxemburgo, Milán, Cerdeña y Nápoles), sino Gibraltar, que los ingleses habían capturado en nombre del pretendiente austríaco y luego han retenido en su propio provecho hasta hoy.

Además, los hijos de la Gran Bretaña  abrieron una brecha en el monopolio comercial americano, pues obtuvieron derecho de enviar un barco anual a las colonias y el derecho a introducir esclavos negros durante treinta y un años.. ;El  barco que entraba en puertos era siempre el mismo, pero los muy ladinos lo hacían seguir por toda una escuadra que lo reabastecía de género en alta mar. Un negocio redondo.

El nuevo rostro de España no sólo se caracterizó por una reorganización administrativa de tipo centralista (en la que navarra y pais Vasco, fueristas, fueron una excepción), sino por una real unidad que aclaró las seculares ambigüedades que se escondían bajo las palabras nación, estado, monarquía, imperio... España ya no era un concepto mal definido, sino una realidad de contornos bien perfilados a cuyo frente estaba un monarca, pero que en caso necesario podría también actuar sin él.

Este gran cambio lo presidió un rey mediocre. Felipe V dio pruebas de actividad y decisión en los primeros años de su reinado, pero después cayó en una depresión que en ocasiones confinaba con la locura.

La Saboyana (así llamaban a la reina), tuvo cuatro hijos, lo que garantizaba la continuidad de la estirpe borbónica, y murió de tuberculosis pulmonar antes de cumplir los veinticinco años, el miércoles de ceniza de 1714, lo que dejó al rey en el mayor desamparo.

Era urgente encontrarle una nueva esposa al monarca, una mujer que cubriera el doloroso hueco que la extinta dejó en su corazón y en su lecho, porque Felipe, era tan piadoso que por nada del mundo se habría aliviado con amantes o mujeres mercenarias. 

Isabel de Farnesio
El embajador de Parma en Madrid, el taimado abate Julio Alberoni, un italiano que «todo es menos lo que parece», se entrevistó con la influyente princesa de los Ursinos para proponerle la candidata ideal: «Hay en Parma -le dijo- una princesa, Isabel de Farnesio, una excelente muchacha de veintidós años, feúcha ,de poca presencia, que se atiborra de mantequilla y queso parmesano, pero que está educada en lo más cerrado del país y no sabe de nada que no sea coser y bordar.» «Una excelente candidata -debió de pensar la de Ursinos-, una aldeana ignorante que se dejará mangonear como se dejaba la reina difunta.» Esta vez la sagaz princesa se equivocó de medio a medio. La nueva reina de España era, en efecto,feúcha, caballona, picada de viruelas y dotada de un notable saque cuando le ponían delante un queso parmesano, pero, por lo demás, no tenía un pelo de tonta: era culta, hablaba varios idiomas y se interesaba por la política.

Antes de llegar a España, Isabel de Farnesio se detuvo en Francia para pasar unos días junto a su tía,la reina viuda del anterior rey de España, Mariana de Neoburgo. La anciana, que se consideraba desterrada por la princesa de los Ursinos, aprovechó la ocasión para aleccionar a su sobrina sobre el rey que había desposado y sobre la mala pécora que lo dominaba, la princesa de los Ursinos.

Prosiguió Isabel su viaje hacia Madrid, y la de Ursinos salió a recibirla al castillo de Jadraque, en Guadalajara. El encuentro fue breve y sustancioso. La Ursinos, nada más ver a la reina, la tomó del brazo, le hizo dar la vuelta, examinó apreciativamente su latitud y le dijo: «¡Cielos, señora, que mal formada estáis! ¡Y qué cintura tan gruesa!» Quizá la Ursinos, de ordinario tan diplomática, quería que la recién llegada supiera, desde el primer momento, quién mandaba allí. Quizá no creyó que la ignorante parmesana pudiera entenderla. Pero la parmesana hablaba idiomas, como demostró en seguida. Mandó presentarse al jefe de la guardia y, en perfecto castellano, le ordenó: «¡Llevaos de aquí a esta loca que ha osado insultarme...!» El oficial titubeó. Él sí sabía quién era la princesa de Ursinos y cómo se las gastaba. No se atrevía. Pidió la orden por escrito. La parmesana no lo dudó un momento; tomó asiento en un banco y, apoyando el papel en la rodilla, pergeñó la orden: destierro  fulminante del reino. No concedió tiempo a la Ursinos ni para cambiarse de vestido. La princesa, anonadada, tuvo que partir hacia Francia inmediatamente, sin equipaje, de noche.

¿Cuál fue la reacción del rey ante la expulsión de su fiel colaboradora, la mujer que era sus ojos, sus pies y sus manos? Ni un mal reproche.

El monarca sólo iba a lo suyo, el monarca encontró en su nueva esposa la horma de su zapato, porque la lombarda era fortachona y muy capaz no sólo de satisfacer sus apetitos sino de agotar a un regimiento (un cortesano observó a poco de la boda: «El rey decae a ojos vista por el excesivo comercio con la reina [...], vigorosa y que lo soporta todo»).

Isabel, con su corpulencia, ocupó el espacio que antes se habían repartido las dos francesas, esposa y ministra. Primero dejaba al rey exhausto, y luego se ponía en gobernante y dirigía la política exterior ; no la del país, sino la suya propia, con ayuda de Alberoni, que ya era cardenal. El purpurado se había ganado el hospitalario corazón de Isabel de Farnesio.

El rey firmaba todo lo que su nueva esposa le ponía por delante, influia decisivamente en el gobierno del país. En la primera parte del reinado,España había estado al servicio de los intereses de Francia. En esta segunda, estuvo al servicio de los intereses particulares de la Farnesio. Y la señora sólo tenía un objetivo: colocar bien a los hijos. Puesto que el rey había tenido otros con su primera esposa que heredarían la corona, ella se dedicó única y exclusivamente a conseguir reinos italianos para los suyos.

El coste fue una guerra con Austria, que se perdio, y una sucesión de desdichas, con los ingleses atacando por mar y los franceses por tierra. Pero el principal objetivo se consiguió porque, al final, Isabel se salió con la suya y logró instalar a sus dos hijos en Italia. Carlos recibió Parma, Felipe, Plasencia y Toscana y el tercero, Luis, tendría que conformarse con ser arzobispo de Toledo y Sevilla, sólo a efectos de cobrar sus enormes rentas. No está mal la señora. Por cierto, este Carlos que aparece ahora no terminó la carrera en Parma: sería después rey de Nápoles y,finalmente, rey de España, Carlos III, a la muerte de sus hermanastros.

La pérdida de los territorios europeos de la Monarquía convirtió lo que era un amasijo heterogéneo de países en un binomio bien definido: España y sus Indias, incrementando el peso específico de éstas de tal forma que, si exceptuamos los esfuerzos por conservar una influencia en Italia, la política española en el siglo XVIII tuvo como eje la conservación y aumento de los territorios americanos. Una tarea difícil, porque las potencias europeas, especialmente Inglaterra, cada vez mostraban mayor interés por sus colonias en el Nuevo Mundo; procuraban su expansión y a la vez seguían muy interesados en el comercio con aquellas Indias españolas que además de plata y oro producían alimentos y materias primas.

España trató de hacer frente la amenaza inglesa mediante un pobre reforzamiento de su escuadra y la alianza con Francia, que también se sentía amenazada.

la expansión pacífica de España por la costa del Pacífico y el interior, casi deshabitado, de lo que hoy son los Estados Unidos llegó hasta los actuales Estados de Nevada, Utah y Oregón. Esta ampliación de dominio quedó poco consolidada por el eterno problema: pocos hombres para tanto espacio. Algo más crecía la presencia humana en las tierras del Río de la Plata; allí la concurrencia se producía con los portugueses, que desde el ángulo que les concedió el Tratado de Tordesillas habían ido descendiendo por la costa hasta ese lugar privilegiado en donde las aguas del Atlántico se mezclan con las de Paraguay-Paraná. En la banda oriental, enfrente de Buenos Aires, que ya había sobrepasado los 10.000 habitantes, edificaron un fuerte.

La situación se tornó muy compleja, porque Portugal era aliado de Inglaterra y porque en el interior, en la cuenca del Paraguay, las misiones creadas por los jesuítas habían derivado, si no en un Estado teocrático, como decían sus enemigos, en una organización original y autosuficiente, incluso en el terreno militar, pues los jesuítas habían adiestrado a los indios guaraníes en el manejo de las armas para defenderse de las incursiones de los colonos brasileños que se adentraban en el país para capturar y esclavizar a sus habitantes.

España estaba muy decaída, pero  su rey no lo estaba menos. Con la madurez, las depresiones y la enfermedad mental de Felipe V. 

Luis I
 Que Felipe V estaba mal no era un secreto. A muchos les pareció natural y hasta conveniente que abdicara en su hijo y heredero Luis I, pero el nuevo monarca, delgado, rubio, gran nariz borbónica, bailón, juerguista y compulsivo cazador, pero había salido poco avispado. La esposa que le buscaron,Luisa Isabel de Orleans, no enmendaba el cuadro. Era un francesa poco agraciada y algo contrahecha,pero tan desinhibida y graciosa que ventoseaba y eructaba en público, con escandaloso quebranto de la rígida etiqueta palaciega. También sabía exhibir sus encantos en transparente  negligé  ante criados  y visitantes. El embajador francés, obligado por  su cargo a ejercer como detective de conductas conyugales, comunicó a París sus  sospechas de que la joven pareja no hacía vida marital «por incapacidad del rey, ya que la reina traía aprendido de París todo lo necesario».

El nuevo rey no era incapaz, lo que ocurría era que no aguantaba a su mujer y prefería desfogarse en ventas y burdeles, a los que acudía disfrazado. Probablemente, fue una suerte  para el país que el nuevo monarca muriera, de viruelas, a los diecisiete años, ocho meses después de ocupar el trono.

El experimento había fallado. El sucesor del rey muerto, su hermano Fernando, sólo tenía once años.Isabel de Farnesio vio el cielo abierto: era la ocasión para volver a ser reina y liberarse del forzado retiro que vivía en el palacio de La Granja. Se las compuso para que su marido, cuyas facultades mentales estaban cada vez más deterioradas, se hiciera cargo nuevamente de las riendas del Estado.

Felipe V tuvo una vejez muy melancólica, apenas aliviada por el contratenor Farinelli, un castrado italiano al que nombró su ministro. Por cierto, Farinelli mantuvo su puesto en el siguiente reinado, con Fernando VI, pero cayó en desgracia con Carlos III, al que «sólo le agradaban los capones en la mesa».

En el segundo reinado de Felipe V, los recursos de España, sus intereses y su sangre, se pusieron plenamente al servicio de la reina, empeñada en labrar un porvenir a sus hijos. El cardenal Alberoni perdió su favor y tuvo que ceder el puesto a un ambicioso holandés, el barón de Riperdá, un trepador nato que la había embaucado. Incluso llegó a convencerla de que estaba negociando la boda de su hijo Carlos con la heredera de Austria, un auténtico braguetazo, porque Austria era el bocado más apetitoso  de Europa. La consecuente alianza con Austria fue causa de nuevas guerras desastrosas para el país.

Cuando se descubrió que lo de la boda austríaca era puro enredo, el barón de Riperdá cayó en desgracia y acabó en la cárcel, pero logró huir a Inglaterra donde se hizo protestante, y de allá a Túnez, donde se hizo musulmán y fundó una secta  espiritualista que pretendía armonizar las tres grandes religiones. No se puede negar que era hombre de ambiciosos proyectos.

Mientras España se metía en los berenjenales europeos y se implicaba sucesivamente en las guerras de sucesión de Polonia y Austria, y en otro pacto de familia inspirado por Francia, las colonias americanas seguían con el trasero a la intemperie. 

La obsoleta e insuficiente escuadra española era incapaz de proteger el tráfico marítimo, especialmente desde que Inglaterra disponía de una escuadra tan poderosa que «dicta la ley en las olas», como orgullosamente proclama uno de sus himnos patrióticos. la confrontación con la Armada Real inglesa era cada vez más difícil; el navío de línea inglés superaba al galeón español en diseño, artillería, mandos y dotación. España tuvo que hacer un esfuerzo enorme (incluyendo el espionaje industrial) para igualar este modelo; tarea iniciada por el ministro Patino en el reinado de Felipe V con la creación de los arsenales de Cartagena y El Ferrol y continuada en el reinado de Carlos III. La regulación del tráfico y del envío de caudales fueron factores importantes para la recuperación de la metrópoli.

Esta recuperación fue más rápida de lo que podía pensarse después de tantos años de guerra civil; la población creció  en el siglo XVI se ganaron entonces dos millones de pobladores en beneficio de la Meseta y de la Andalucía Baja; después llegó el estancamiento del siglo XVII; en el siglo XVIII se ganaron otros tres millones (de ocho a once) en las regiones litorales; en el interior hubo pocos síntomas de recuperación. Progresó también en la periferia el índice de urbanización: Bilbao, por ejemplo, pasó de cinco a diez mil habitantes; Cartagena y El Ferrol crecieron como hongos gracias a la actividad de sus astilleros; Cádiz también creció mucho a expensas de Sevilla; pero el crecimiento más notable fue el de Barcelona, que tenía 37.000 habitantes al terminar el asedio (1714) y rozaba los cien mil habitantes al finalizar el siglo.

Influyó en este incremento la liberalización del comercio con América, pero más aún la desaparición de las aduanas interiores y del sistema de extranjería legal que dificultaba las actividades de los súbditos de la Corona de Aragón en el resto de España. En todo el litoral cantábrico empezó a ser normal la figura del indiano, que enviaba caudales o los repatriaba consigo. La Real Compañía Guipuzcoana de Caracas, que llegó a tener casi un monopolio en la producción del cacao, acumuló grandes beneficios. A los catalanes se les encontraba en todas partes; una de sus innovaciones fue la pesca de arrastre y la implantación de fábricas de conservas y salazones, con especial relevancia en Galicia. En cambio, Madrid seguía siendo una ciudad residencial Y burocrática con crecimiento escaso; sus 170.000 habitantes cabían holgadamente en la cerca del siglo XVII. Las fabricas estatales creadas en el entorno de Madrid (Ávila Guadalajara, Talavera...) no modificaron sustancialmente la situación creada por la ruralización de la Meseta.

El aumento de la población, obligó a aumentar la superficie cultivada, provocó tensiones dentro de un sistema poco elástico especulación, carestía... En conjunto, sin embargo, hubo un moderado progreso..Felipe V se enfrentó a la ruinosa situación económica y financiera del Estado, luchando contra la corrupción y estableciendo nuevos impuestos para hacer más equitativa la carga fiscal. Fomentó la intervención del Estado en la economía, favoreciendo la agricultura y creando las llamadas manufacturas reales. Al final de su reinado los ingresos de la Hacienda se habían multiplicado y la economía había mejorado sustancialmente. ¿Puede atribuirse también esta ventaja al cambio de dinastía? La verdad es que el primer Borbon no tuvo cualidades relevantes: Felipe V, sufría depresiones que a temporadas lo hacia retirarse del gobierno ,el último de los Austrias dejó gobernar a la aristocracia; los Borbones, no. Luis XIV previno a su nieto contra los grandes, que habían monopolizado el poder. Los Borbones aceptaron en determinados casos los servicios de algunos aristócratas, como el duque de Alba o el conde de Aranda, pero a título individual y no como representantes de una clase.

Felipe V, por manejos de Isabel Farnesio, que fue la verdadera gobernante, entregó en ocasiones el poder a trapisondistas como Alberoni y Ripperdá, el primero no exento de inteligencia, el segundo un aventurero, un auténtico farsante. En la última fase de aquel reinado brillan dos ministros, nobles, por supuesto (no se hubiera concebido un pechero en los puestos más elevados), pero de una nobleza media que no debía su puesto a su linaje, sino a sus servicios Uno fue el asturiano Campillo, otro Patino, milanés de origen; hombres nada brillantes, pero con vocación de servicio no sólo a la Monarquía sino a la nación. Desempeñaron muchos cargos, pero no amasaron grandes fortunas.Estos ministros lo consiguieron en gran medida. De esta forma, unos soberanos mediocres y poco laboriosos restauraron la situación del país gracias a ministros eficaces.

Murió Felipe V, el primer Borbón español, el 9 de julio de 1746. A la capilla ardiente acudió el pueblo fisgón y macabro, que estamos en el país de grandes entierros, y se juntó tan apiñada muchedumbre que «en la sala malparieron dos mujeres y a otra le sacaron un ojo, siendo todos accidentes sensibles».

El noble francés Louis de Rouvroy, duque de Saint-Simon hizo una pequeña descripción generalizada del primer Rey de España de la Casa de Borbón cuando era embajador de Francia en Madrid:

Felipe V, Rey de España, posee un gran sentido de la rectitud, un gran fondo de equidad, es muy religioso, tiene un gran miedo al diablo, carece de vicios y no los permite en los que le rodean.



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