1793 -1879 : Baldomero Espartero

Si hay un personaje que encarne nuestro siglo XIX, con todos sus vaivenes y extravagancias, enredos y bullangas, ese es Baldomero Espartero. Lo fue todo y al final se quedĆ³ en nada. Conde de Luchana, duque de la Victoria y PrĆ­ncipe de Vergara. Mariscal de campo, regente y presidente del Gobierno. 

Llegaron incluso a ofrecerle la corona de EspaƱa. Se creyĆ³ un elegido, alguien a medio camino entre NapoleĆ³n y Federico el Grande en lo militar y una reediciĆ³n manchega de Metternich en lo polĆ­tico.

Como tantos hombres que han pintado mucho en la historia, Espartero vino al mundo en el lugar mĆ”s insospechado pero en el momento justo. NaciĆ³ en 1793, en GranĆ”tula, un pueblecito del campo de Calatrava, en lo que hoy es la provincia de Ciudad Real. Su padre era un simple carretero, esto es, uno que se dedicaba a reparar las traqueteantes carretas de entonces. Este modesto oficio nunca le hizo rico, pero, como era ahorrador y ordenado, le dio para que el Ćŗltimo de sus nueve hijos, JoaquĆ­n Baldomero, pudiese estudiar en Almagro.

Cuando apenas llevaba tres aƱos en la universidad, los franceses invadieron EspaƱa. Baldomero tenĆ­a sĆ³lo 16 aƱos, y muchas ganas de dejarse la piel en el campo de batalla. Su primer episodio de armas, la batalla de OcaƱa, fue un sonoro desastre, pero al menos saliĆ³ con vida del brete. ViajĆ³ con los restos del maltrecho ejĆ©rcito espaƱol hasta CĆ”diz, la Ćŗnica ciudad que habĆ­a quedado libre del dominio francĆ©s, y allĆ­ se inscribiĆ³ en la academia de oficiales.

Tan pronto como pudo se incorporĆ³ a la guerra, pero Ć©sta acabĆ³ antes de que el joven pudiese hacer mĆ©ritos suficientes y tuvo que conformarse con perseguir a lo que quedaba del ejĆ©rcito napoleĆ³nico, ya en una desesperada huida de vuelta a Francia.

No tardarĆ­a en presentarse una nueva oportunidad para satisfacer su desmedida ambiciĆ³n. La AmĆ©rica espaƱola, aprovechando el revoltijo causado por la contienda peninsular, se habĆ­a declarado en rebeldĆ­a. Con objeto de devolver las ovejas al redil, el rey enviĆ³ un ejĆ©rcito expedicionario compuesto por veteranos de la Guerra de la Independencia. Espartero, con sĆ³lo 22 aƱos y el despacho de teniente aĆŗn caliente en la cartera, se alistĆ³ entusiasmado.

LlegĆ³ a AmĆ©rica en 1815. PasarĆ­a allĆ­ diez aƱos. Muy al contrario de lo que se cree, la independencia de las colonias americanas no se ventilĆ³ en cuatro batallas y un desfile. LlevĆ³ una dĆ©cada larga de ofensivas, contraofensivas, asedios y mil escaramuzas. No faltaron, como en toda refriega en la que anden involucrados espaƱoles, traiciones, cambios de bando y hasta de gobierno. Parece mentira que se pudiese sostener el esfuerzo militar en AmĆ©rica con la que estaba cayendo en EspaƱa.

A Espartero, sin embargo, una guerra tan prolongada le vino de perlas. EscalĆ³ por la jerarquĆ­a militar hasta llegar a brigadier de infanterĆ­a. En 1824 el virrey La Serna le enviĆ³ de vuelta a EspaƱa para que informase a Fernando VII del estado de la campaƱa americana. Hecho esto, tomĆ³ el barco de vuelta, con tan mala suerte que, mientras navegaba hacia PerĆŗ, las armas espaƱolas sucumbieron en Ayacucho y la guerra tocĆ³ a su fin. Espartero, ajeno a la derrota, fue apresado nada mĆ”s poner el pie en el puerto peruano de Quilca, y casi termina en el paredĆ³n.

Liberado por BolĆ­var, regresĆ³ a EspaƱa y fue destinado a Pamplona, se casĆ³ con una rica heredera de LogroƱo y, hasta la muerte de Fernando VII, pasĆ³ varios aƱos de aquĆ­ para allĆ”, de Barcelona a Palma de Mallorca, sumido en el aburrimiento mĆ”s absoluto. AprovechĆ³ el Ć­nterin para hacerse un cierto nombre entre sus compaƱeros de armas, procurando, eso sĆ­, que sus convicciones liberales pasasen lo mĆ”s inadvertidas que fuera posible. Que el horno, en aquella Ćŗltima y ominosa dĆ©cada del reinado del Rey BribĆ³n, no estaba para bollos.

La regencia de Maria Cristina de BorbĆ³n empezĆ³ con muy mal pie. 

No llevaba ni una semana el cadĆ”ver de Fernando VII descansando en el panteĆ³n de El Escorial cuando el general LadrĆ³n de Cegama saliĆ³ a escondidas de su destino en Valladolid y proclamĆ³ rey, desde el pequeƱo pueblo riojano de Tricios, al hermano reaccionario del difunto, el infante Carlos MarĆ­a Isidro. El nuevo monarca lo serĆ­a por la gracia de Dios y de la derogada Ley SĆ”lica, que impedĆ­a el acceso de las mujeres al trono.

Espartero, siempre atento al sonido de los caƱones, pidiĆ³ de inmediato el traslado al frente. El Gobierno accediĆ³ a su deseo poniĆ©ndole a las Ć³rdenes del general FernĆ”ndez de CĆ³rdova. La guerra carlista, la primera –luego vendrĆ­an otras dos–, comenzaba de un modo un tanto desconcertante. Los rebeldes, acaudillados por TomĆ”s de ZumalacĆ”rregui, un militar que se habĆ­a significado en la Guerra de la Independencia y cĆ©lebre por su denodado apoyo a la causa absolutista durante el reinado de Fernando VII, se hicieron fuertes en Navarra y las Vascongadas.

Poca resistencia podĆ­a ofrecer el ejĆ©rcito regular a la estrategia desplegada por ZumalacĆ”rregui, que, no tan casualmente, se parecĆ­a mucho a la que los guerrilleros espaƱoles habĆ­an ofrecido a NapoleĆ³n. Conocedor del terreno abrupto y escarpado del PaĆ­s Vasco, se encaramĆ³ a las sierras vizcaĆ­nas y se granjeĆ³ fama de guerrero invencible.

No lo era, claro. SegĆŗn bajĆ³ a las tierras bajas para tomar Bilbao, una bala perdida se lo llevĆ³ por delante, de la manera mĆ”s tonta posible, mientras se encontraba en un tejado estudiando a ojo la manera de entrar en la ciudad.

La muerte de ZumalacĆ”rregui, las continuas divisiones y las cuchilladas y banderĆ­as internas condenaron a los carlistas a mantenerse a la defensiva. En esto de andar a la gresca, el Gobierno legĆ­timo no les iba a la zaga. En 1836 medio paĆ­s de sublevĆ³ contra el Ejecutivo conservador de IstĆŗriz. Los sargentos, sĆ­, los sargentos de la Guardia Real dieron un golpe de estado en La Granja. QuerĆ­an que la regente se dejase de devaneos con el sector moderado del liberalismo y aceptase la ConstituciĆ³n de 1812. 

A MarĆ­a Cristina, que a esas alturas lo Ćŗnico que le interesaba era vivir a fondo el amorĆ­o que mantenĆ­a con uno de sus escoltas, no le quedĆ³ mucha elecciĆ³n y aceptĆ³.

Como consecuencia, el ejĆ©rcito del norte o cristino –tal como se llamaba entonces– fue encomendado a Espartero. El manchego, Ć”gil en verlas venir, vislumbrĆ³ en este cambio de tercio su gran oportunidad. No la desaprovechĆ³. ReorganizĆ³ el ejĆ©rcito liberal y tratĆ³ de inculcar en su tropa algo de disciplina. Los carlistas, entretanto, habĆ­an sitiado Bilbao de nuevo. Espartero no lo dudĆ³ un momento, sabĆ­a que ahĆ­ se lo jugaba todo. Se dirigiĆ³ al norte con 14 batallones. En lugar de llegar a la ciudad desde Vitoria, como era de suponer, dio un rodeo y embarcĆ³ sus tropas en Castro Urdiales para llegar a Bilbao por la rĆ­a.

El estado de los soldados cristinos era lamentable. Privados de sostĆ©n popular en los caserĆ­os y sin cobrar la paga porque en Madrid se habĆ­a acabado el dinero, Espartero pagĆ³ a la tropa de su bolsillo y consiguiĆ³ que los ingleses suministrasen calzado a sus soldados. AvanzĆ³ por ambas riberas, apoyado desde la rĆ­a por caƱoneros de la Armada. En el puente de Luchana los carlistas frenaron la ofensiva y tuvo lugar la batalla mĆ”s cĆ©lebre de las tres carlistadas.

Metido en la tienda aquejado de una inoportuna cistitis, Espartero hubo de guardar cama durante los prolegĆ³menos. Pero Ć©l, que habĆ­a llegado hasta allĆ­ superando todas las dificultades, no se podĆ­a perder aquello. Conocedor de la importancia de aquel puente para romper el sitio, saltĆ³ de la cama y al frente de un batallĆ³n, espada en mano, se lanzĆ³ a su conquista. Los carlistas salieron en estampida y el ejĆ©rcito cristino, crecido por el arrojo de su general,tomĆ³ el puente en la Nochebuena de 1836. Al dĆ­a siguiente los bilbaĆ­nos le recibieron entre aclamaciones. 

Se habƭa convertido en el general mƔs importante de EspaƱa y, lo que a Ʃl realmente le interesaba, en el mƔs influyente.

La guerra siguiĆ³ su curso durante tres aƱos mĆ”s. DespuĆ©s de Luchana, los carlistas podĆ­an prolongar el conflicto pero no ganarlo. Al aƱo siguiente, el pretendiente Don Carlos armĆ³ en Estella un ejĆ©rcito y se dirigiĆ³ al asalto de Madrid. LogrĆ³ llegar hasta VicĆ”lvaro, pero ahĆ­ se quedĆ³ la cosa. El ejĆ©rcito de Espartero, a quien habĆ­a llamado la regente presa de la desesperaciĆ³n, acudiĆ³ con presteza. En cuanto los carlistas supieron que el vencedor de Luchana iba a por ellos se replegaron, dejando a su jefe, Carlos MarĆ­a Isidro, sumido en la mĆ”s completa impotencia.

El bando carlista estaba desmoralizado, y sus generales peleados. A mediados de verano de 1839 Rafael Maroto, el mejor general con que contaron los carlistas tras ZumalacƔrregui, se avino a negociar con el Gobierno, es decir, con Espartero: a esas alturas, era casi lo mismo. Llegaron a un acuerdo en OƱate por el cual se respetaba la vida y rango de los carlistas que depusiesen las armas, y unos dƭas despuƩs ambos generales se fundieron en el abrazo mƔs famoso de la historia de EspaƱa, el de Vergara.

Rendido el ejĆ©rcito carlista del norte, sĆ³lo quedaba meter en vereda al de Levante, acaudillado por un catalĆ”n de armas tomar: RamĆ³n Cabrera y GriĆ±Ć³, conocido como el Tigre del Maestrazgo, encastillado en la ciudad medieval de Morella. Espartero se dirigiĆ³ a su encuentro y le hizo huir hacia Francia, donde cayĆ³ preso. Cabrera lo intentarĆ­a de nuevo aƱos despuĆ©s, levantando un ejĆ©rcito rebelde en CataluƱa.

Al final de su vida desistiĆ³ de su empeƱo, reconociĆ³ a Alfonso XII como rey y muriĆ³ en Inglaterra, donde llegĆ³ a hacerse muy rico.

Tras siete aƱos de sangrienta guerra civil, EspaƱa volvĆ­a a estar en paz. Los frutos de la misma fueron recogidos por el hĆ©roe a quien el pueblo atribuĆ­a la victoria. La regencia de MarĆ­a Cristina habĆ­a sido un completo desastre. El paĆ­s se encontraba devastado y en bancarrota, pero la reina era aĆŗn una niƱa de diez aƱos incapaz de hacerse con la corona. MarĆ­a Cristina no querĆ­a seguir al frente de un Gobierno que aborrecĆ­a. Los espaƱoles, ademĆ”s, no le tenĆ­an especial aprecio.

Las guerras carlistas costaron trescientos mil muertos, mĆ”s o menos lo que la guerra civil de 1936, y no resolvieron nada; mĆ”s bien aplazaron el problema del enfrentamiento entre liberales y conservadores hasta 1936. Lo que sĆ­ acarrearon fue otras consecuencias. Los militares se fueron engolosinando con el mando y con las sinecuras ministeriales y altos cargos. Dado que la tarta nacional no alcanzaba para todos, los descontentos se erigieron en oposiciĆ³n progresista.

SucediĆ³ una Ć©poca de inestable paz, en la que el paĆ­s se recobrĆ³ lentamente, aunque de vez en cuando se levantaba con el sobresalto de pronunciamientos de generales progresistas (pronunciamiento una palabra que hemos legado al vocabulario internacional, junto con siesta, guerrilla, desesperado y algunas otras, ninguna buena, salvo siesta). Entre los progresistas naciĆ³, en las principales ciudades, un partido democrĆ”tico, de ideologĆ­a revolucionaria, que aspiraba a destronar a Isabel.

En medio del torbellino de la polĆ­tica y la guerra de aquellos aƱos, la reina gobernadora, doƱa MarĆ­a Cristina, viviĆ³ una singular historia de amor.

La reina no habĆ­a sido feliz con el garaĆ±Ć³n taimado de su marido, pero, a las dos semanas de enviudar, el corazĆ³n le aliviĆ³ los lutos poniĆ©ndole delante a un apuesto capitĆ”n de su escolta, Fernando MuƱoz. Pasaron dos meses, y aunque se veĆ­an a diario y el capitĆ”n daba seƱales manifiestas de estar a su vez interesado en la reina, no se atrevĆ­a a declararle su amor.

DecidiĆ³ ella tomar la iniciativa y durante un paseo por la finca segoviana de «Quitapesares» (nombre como anillo al dedo) se encarĆ³ con Ć©l y le soltĆ³:
-¿Me obligarĆ”s a decirte que estoy loca por ti, que sin tu amor no vivo...?

Los enamorados se casaron en secreto; un secreto a voces, pues tuvieron ocho hijos, y aunque los miriƱaques que usaba la reina disimulaban algo sus preƱeces, no bastaban para contener lo que ya era del dominio pĆŗblico. Cantaba el pueblo:

Clamaban los liberales que la reina no parƭa y ha parido mƔs MuƱoces que liberales habƭa.

DoƱa Cristina, romĆ”ntica enamorada,renunciĆ³ a la regencia en cuanto pudo y, en adelante, llevĆ³ una vida burguesa lejos del boato cortesano y fue feliz con su capitĆ”n, ya ascendido a duque.

A lo que no renunciĆ³ fue a practicar el trĆ”fico de influencias aprovechando su alta posiciĆ³n en la corte. En su casa-palacio de Madrid, abriĆ³ una gestorĆ­a de enchufes, corruptelas y apaƱos, gracias a lo cual amasĆ³ una considerable fortuna, que invirtiĆ³ juiciosamente en Cuba, donde llegĆ³ a ser la mayor hacendada de la isla y la mayor propietaria del cultivo de la rica caƱa caribeƱa.

Espartero se postulĆ³ como el recambio perfecto para concluir la regencia hasta que la reina Isabel llegase a la mayorĆ­a de edad. Algunos miembros de la facciĆ³n progresista del partido liberal eran partidarios de que la regencia cayese en manos de un triunvirato, al estilo de la antigua Roma. Espartero no lo creĆ­a asĆ­, estaba persuadido Ć­ntimamente de que la Historia le habĆ­a confiado un trascendente papel. O le daban todo el poder o nada. El respetado general doceaƱista habĆ­a salido contestatario y mandĆ³n. La reina cediĆ³, firmĆ³ el traspaso y en 1840 se largĆ³ al exilio con su MuƱoz y su cortejo de niƱos.

Ya en el poder, convirtiĆ³ su regencia de tres aƱos en una dictadura de facto. GobernĆ³ de espaldas a las Cortes, rodeado por una intrigante y corrupta camarilla que se repartĆ­a enchufes y sinecuras. Su estilo de gobierno autoritario le ganĆ³ la enemistad del resto de la clase polĆ­tica. 

Al aƱo siguiente O'Donnell se levantĆ³ en Pamplona y Diego de LeĆ³n intentĆ³ asaltar el Palacio Real. O'Donnell pudo huir; a Diego de LeĆ³n, el antiguo conmilitĆ³n de Espartero conocido como la Primera Lanza del Reino, le aguardĆ³ un pelotĆ³n de fusilamiento en la Puerta de Toledo.

En 1842 se sublevĆ³ Barcelona. Espartero, desplazado en persona hasta la Ciudad Condal, situĆ³ baterĆ­as en Montjuich y bombardeĆ³ sin piedad a la poblaciĆ³n civil. La innecesaria salvajada de Barcelona le terminarĆ­a costando el puesto.

El general NarvĆ”ez aunĆ³ voluntades entre los descontentos y se pronunciĆ³ contra el Gobierno de Espartero, a quien ya no le quedaba ningĆŗn aliado. HuyĆ³ a CĆ”diz y, desde allĆ­, embarcĆ³ para Inglaterra.

La reina, una niƱa de 13 aƱos, mientras todo esto sucedĆ­a, juraba la ConstituciĆ³n de un reino que se disputaban a caƱonazos dos espadones.

Fue Isabel una niƱa algo corta de entendederas y de educaciĆ³n tan descuidada que era prĆ”cticamente analfabeta. En lo que resultĆ³ precoz fue en el sexo; en parte, porque habĆ­a heredado el carĆ”cter ardiente y lujurioso de la familia y, en parte, porque la corrompieron sus propios tutores.

A los trece aƱos, declararon su mayorĆ­a de edad y, a los diecisĆ©is, la casaron con su primo Francisco de AsĆ­s,ocho aƱos mayor que ella y descendiente tambiĆ©n de Felipe V, el primer BorbĆ³n espaƱol. Francisco de AsĆ­s era un bisexual notorio, escorado a maricĆ³n y voyeur. ¿QuĆ© puedo decir -se lamentaba Isabel- de un hombre que en nuestra noche de bodas llevaba mĆ”s encajes que yo? El pueblo, con mordaz ingenio, lo apodĆ³ Pasta Flora y DoƱa Paquita.

En la desafortunada elecciĆ³n de tal marido para la ardiente Isabel se puede ver la esperanza secreta de la reina madre de que Isabel no tuviera hijos. Seguramente, querĆ­a que la corona recayera en su otra hija, la infanta Luisa Fernanda, que era su ojito derecho.

CreciĆ³ Isabel, mĆ”s a lo ancho que a lo alto, y se convirtiĆ³ en una reinona gorda y fofa, castiza y chulapona, hipocondrĆ­aca y fecunda, que trasegaba fuentes de arroz con leche como el que come aceitunas. La reina era muy fogosa y tuvo decenas de amantes, uno de los cuales, Carlos Marfiori, llegĆ³ a ministro de Colonias, porque, segĆŗn las gacetas, «le es muy necesario al rey y sobre todo a la reina».

Tuvo Isabel once hijos, de los cuales le vivieron seis. Los historiadores han echado cuentas y al parecer los que nacĆ­an muertos o morĆ­an lactantes eran los que engendraba de su primo y esposo. Los otros los tuvo con distintos amantes; el primero, una niƱa, del apuesto comandante JosĆ© Ruiz de Arana, y el siguiente, un niƱo, el rey Alfonso XII, del bizarro capitĆ”n de ingenieros Enrique Puig MoltĆ³. MĆ”s adelante, tuvo otras tres niƱas de su agraciado secretario particular, don Miguel Tenorio de Castilla.

Desde el punto de vista dinĆ”stico no es mayor problema que Alfonso XII fuera hijo adulterino, pues, como se sabe, la ley espaƱola, fiel al cĆ³digo napoleĆ³nico, sostiene que todo hijo nacido dentro del matrimonio tiene por padre al marido.

Por cierto que, para que se vea el carĆ”cter llano y borbĆ³nico de la reina, al ginecĆ³logo que auscultĆ”ndola predijo que estaba embarazada de un varĆ³n (Alfonso XII) le concediĆ³ el tĆ­tulo de marquĆ©s del Real Acierto.

Dos influencias predominantes hubo en la corte de los milagros, como se llamĆ³ despectivamente a la de Isabel II: el confesor de la reina, el padre Claret, un minĆŗsculo y enjuto clĆ©rigo, atormentado a causa de la permisividad sexual de los nuevos tiempos, y sor Patrocinio de las Llagas, una monja histĆ©rica y falsaria, que habĆ­a sido procesada por fingidora de milagros y que, aprovechando que la reina, simplona y entregada, era incapaz de negarle un favor, se convirtiĆ³ en una pĆ­a agencia de empleo, que colocaba a sus recomendados en los mejores puestos de la administraciĆ³n pĆŗblica (haciendo con ello desleal competencia a la reina madre).

El liberalismo en EspaƱa no terminaba de cuajar. Difƭcilmente podƭa hacerlo en un paƭs descapitalizado, con los peores polƭticos de Europa, sin apenas empresarios y en el que 7 de cada 10 personas eran analfabetas.

NarvƔez dio orden de vigilar a Espartero en el exilio y de que, si se le ocurrƭa regresar a EspaƱa, fuese fusilado "sin mediar mƔs tiempo que el necesario para identificarlo". Como la polƭtica es antojadiza y oscilante como un pƩndulo, a los pocos aƱos fue rehabilitado por el mismo NarvƔez y pudo volver.

Con motivo de la asonada de 1854, la reina le llamĆ³ para que se hiciese cargo del Gobierno, junto a O’Donnell.

El binomio no funcionĆ³: O’Donnell desplazĆ³ a Espartero y Ć©ste, que no podĆ­a ver a quien, aƱos antes, le habĆ­a dado un golpe de estado, renunciĆ³ al cargo y se retirĆ³ a su casa de LogroƱo. Antes de dejar Madrid visitĆ³ a la reina, y le dijo con vehemencia: "Cuando la revoluciĆ³n vuelva a llamar a las puertas de este Palacio, no vuelva Vuestra Majestad a acordarse de mi persona".

La revoluciĆ³n, la definitiva, llegĆ³ doce aƱos despuĆ©s, y arrastrĆ³ a la propia reina. Espartero, ya anciano, contemplĆ³ descorazonado el triste final de una dinastĆ­a a la que habĆ­a dedicado sus mejores aƱos. 

El general Prim, que se hallaba buscando un nuevo monarca que sustituyese para siempre a los denostados Borbones, ofreciĆ³ la Corona de EspaƱa al general manchego, que la rechazĆ³ arguyendo motivos de edad.

Amadeo de Saboya, el flamante prĆ­ncipe italiano que habĆ­a encontrado Prim para suceder a Isabel II, se acercĆ³ hasta LogroƱo para homenajear al retirado caudillo hispano. Le concediĆ³ el tĆ­tulo de PrĆ­ncipe de Vergara, un honor digno de reyes y del que en el pasado sĆ³lo habĆ­a disfrutado Manuel Godoy, pero por otros motivos.

Al efĆ­mero reinado de Amadeo le sucediĆ³ la aĆŗn mĆ”s efĆ­mera I RepĆŗblica, cuyo primer presidente, Estanislao Figueras, lejos de ignorar a Espartero, le comunicĆ³ personalmente la llegada del nuevo rĆ©gimen. El octogenario militar respondiĆ³ solemne: "CĆŗmplase la voluntad popular". Pero la siempre tornadiza voluntad a la que Espartero hacĆ­a referencia hizo que, un aƱo despuĆ©s, volvieran los Borbones, en la persona de Alfonso XII, hijo de Isabel II.

El rey peregrinĆ³ hasta LogroƱo para rendir visita y obtener la bendiciĆ³n del que para entonces ya era un monumento nacional.

Tres aƱos mĆ”s tarde, semanas antes de cumplir los 87, Baldomero Espartero, el hijo de un humilde carretero que habĆ­a llegado a prĆ­ncipe, morĆ­a en LogroƱo admirado y respetado por todos. Fieles a la tradiciĆ³n nacional de deshacerse en desaforados elogios con los muertos, en Madrid le dedicaron una gran estatua ecuestre alineada con la Puerta de AlcalĆ” y la Cibeles; en el pedestal hicieron grabar una encomiĆ”stica leyenda: 

"A Espartero, el Pacificador. La NaciĆ³n, agradecida".

No era para tanto. La naciĆ³n, mĆ”s que agradecida, lo que estaba era baldada tras el largo y doloroso parto que le habĆ­a traĆ­do a la modernidad. 

Espartero habĆ­a asistido en lugar privilegiado al alumbramiento. Tuvo, eso sĆ­, la suerte de poder contarlo. 



Basado en un texto original de fernando diaz villanueva

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